Por Bruno Cortés
En tiempos donde muchos hojean horóscopos en redes sociales buscando certezas, hace más de 500 años los sabios de Mesoamérica ya consultaban un calendario místico para guiar sus decisiones. Aquella guía ancestral es el Códice Borgia, uno de los manuscritos mesoamericanos mejor conservados del periodo Posclásico. Lejos de ser simple superstición, este códice prehispánico condensó un complejo sistema de conocimiento que combinaba religión y observación del tiempo para predecir destinos, señalar días fastos o nefastos y dictar rituales. Hoy, su mera existencia –a salvo contra pronóstico– habla con sutil ironía: un artefacto indígena condenado por demoníaco terminó sobreviviendo siglos, como si el destino que contiene se negara a arder en la hoguera de la historia.
El Códice Borgia es un manuscrito pictográfico de origen mesoamericano central, posiblemente elaborado en la región de Puebla-Tlaxcala. Su contenido es calendárico y ritual, sin crónicas de conquistas ni listas de reyes, sino tablas de días, dioses y augurios. Fue creado antes de la conquista española y destaca entre los pocos códices indígenas que sobrevivieron a la destrucción colonial. Hoy se resguarda en la Biblioteca del Vaticano. Es, en esencia, un mapa del pensamiento indígena sobre el tiempo sagrado y sus deidades.
A diferencia de los códices coloniales, el Códice Borgia es completamente visual. Sus páginas despliegan un intrincado tonalámatl –el almanaque de los destinos– donde cada día está representado por glifos, patrones numéricos y figuras divinas. No hay un relato lineal; el universo entero parece comprimido en símbolos, como si el tiempo mismo fuera un códice viviente desplegado ante la vista del lector-sacerdote.
El núcleo de esta visión es el Tonalpohualli, el calendario sagrado de 260 días que regulaba la vida ritual mesoamericana. Su mecanismo combinaba 20 signos con 13 numerales para generar fechas únicas, formando un ciclo ritual sin repeticiones. Cada combinación tenía su propia personalidad, su energía, su suerte. Como si cada día tuviera un nombre secreto, una voz que sólo algunos sabían escuchar.
¿Cómo se utilizaba? Como un libro de consulta oracular. Los tonalpouhque, sabios calendáricos, lo interpretaban para sembrar, curar, casarse, iniciar guerras o simplemente decidir si era un buen día para salir de casa. La precisión era tal que incluso los sueños eran analizados según la fecha en que ocurrían. El calendario no era accesorio: era la brújula de la vida.
En sus primeras secciones, el códice enumera los 260 días con ilustraciones mánticas, mientras que otras partes ofrecen algo similar a horóscopos: signos con deidades regentes, augurios y símbolos que hoy podrían confundirse con tarjetas de tarot. Más adelante, escenas rituales, sacrificios, juegos de pelota y danzas revelan una lógica cósmica donde cada acto humano está entrelazado con las voluntades del cielo. Todo esto ilustrado con minuciosidad mágica, como si los dioses se hubieran sentado pacientemente a posar para los pintores.
Medir el tiempo era también un acto político. Los gobernantes consultaban el Tonalpohualli para decidir campañas, coronaciones y alianzas. Pero el calendario no era exclusivo del poder. Las comunidades lo vivían en cada fiesta, en cada siembra, en cada nombre elegido para un recién nacido. Era una construcción colectiva del tiempo, donde la espiritualidad se fundía con la cotidianidad. El tiempo no era una línea: era una espiral, una danza sagrada.
Por supuesto, esta visión chocó frontalmente con los evangelizadores. Consideraron diabólico todo lo que no cuadraba con su dogma. Decenas de códices fueron quemados. Pero el Códice Borgia, en un acto de ironía cósmica, fue rescatado por un cardenal. Que un manuscrito indígena sobreviva gracias al Vaticano tiene algo de leyenda mágica, como si el propio códice supiera esconderse bajo las sotanas de sus antiguos perseguidores.
Hoy, el Códice Borgia descansa apacible en una biblioteca europea. Pero sus símbolos siguen hablándonos. Nos recuerdan que el tiempo puede ser algo más que números: puede ser destino, metáfora, tejido social, arte y diálogo con lo divino. Al final, cuando miramos un calendario con la esperanza de elegir el mejor momento para actuar, estamos haciendo lo mismo que hacían los antiguos tonalpouhque: buscando, en el misterio de los días, una pista sobre nosotros mismos.