Por Bruno Cortés
Bajo un cielo tormentoso, el anuncio cayó como una bomba en la Casa Blanca. El presidente Donald Trump, con su característico tono desafiante, declaró que a partir del 20 de enero, todas las importaciones de México estarían sujetas a un arancel del 25%. La razón detrás de esta decisión, según Trump, es la «invasión» de drogas y migrantes ilegales que atraviesan la frontera hacia Estados Unidos. Este acto era visto por muchos como un cumplimiento de sus promesas de campaña, pero para otros, era un golpe a la estabilidad comercial de América del Norte.
En las calles de Ciudad Juárez, los comerciantes miraban con preocupación las noticias que llegaban de Washington. Los mercados, llenos de vida y color, parecían más apagados. Los vendedores de frutas y verduras, que envían sus productos al norte, se preguntaban cómo sobrevivirían a esta nueva barrera económica. Las conversaciones en los mercados se centraban en cómo los aranceles podrían aumentar los precios y disminuir la demanda de sus productos en Estados Unidos.
En la Ciudad de México, la presidenta Claudia Sheinbaum convocó una reunión de emergencia con su gabinete. La tensión se podía cortar con un cuchillo mientras discutían estrategias para enfrentar esta crisis. Sheinbaum, con una expresión seria pero determinada, prometió que México no cedería ante la presión y que buscaría un diálogo constructivo con su vecino del norte. La pregunta en el aire era si este conflicto comercial podría escalar a una guerra económica, afectando no solo a las grandes corporaciones sino también a los pequeños negocios familiares.
En el otro lado de la frontera, en El Paso, Texas, la comunidad hispana, que tiene fuertes lazos comerciales y familiares con México, se veía igualmente afectada. Los restaurantes locales, conocidos por su auténtica comida mexicana, temían que el costo de los ingredientes se disparara, obligándolos a aumentar precios o reducir márgenes de ganancia. Juan, un cocinero de tercera generación, se lamentaba por la situación: «Nuestros abuelos cruzaron esta frontera buscando una vida mejor, y ahora, parece que estos aranceles podrían cerrar las puertas que ellos abrieron.»
La reacción internacional no se hizo esperar. Desde Canadá, el gobierno expresó su preocupación por el impacto que tendrían estos aranceles en el comercio trilateral bajo el tratado T-MEC. China, por su parte, aprovechó para criticar lo que veían como una política proteccionista, aunque ellos mismos están sujetos a aranceles adicionales por parte de Trump. En Europa, los analistas económicos observaban con atención, viendo en esta medida un posible precursor de políticas comerciales más agresivas a nivel global.
Sin embargo, en el corazón de Estados Unidos, las opiniones estaban divididas. En las comunidades rurales del medio oeste, donde la manufactura y la agricultura son vitales, algunos veían estas medidas como una protección necesaria para sus productos contra la competencia extranjera. Pero en las grandes ciudades y entre los economistas, la preocupación era palpable, temiendo que esta guerra arancelaria pudiera llevar a una inflación y a una recesión.
Mientras las negociaciones diplomáticas se intensificaban, el día a día en la frontera mostraba la realidad de estas políticas. Centinelas de ambos países vigilaban con mayor celo, y las historias de migrantes esperando cruzar se mezclaban con las de comerciantes tratando de mantener sus negocios a flote. En este escenario, el verdadero costo de los aranceles no era solo económico, sino humano, afectando a personas que solo buscan una vida mejor o mantener sus tradiciones comerciales.