Cuento corto por Ander Masó
Mira, te cuento rápido porque todavía me duele el orgullo. Resulta que se me ocurrió organizar una fiesta para San Isidro, el patrono del pueblo, porque, según yo, era hora de que alguien hiciera algo decente por aquí. Mi plan era sencillo: misa, procesión, comida y un poco de música para que la gente no diga que solo pienso en mí. Todo iba a ser un éxito, o eso creí, hasta que se metieron el cura, un burro y la prima de mi mujer, que parece que nacieron para arruinarme la vida.
Empecé con buena fe, ¿eh? Fui con el padre Gumersindo a pedirle que diera una misa corta, algo bonito para que San Isidro nos viera con buenos ojos. El viejo me miró como si le debiera dinero y me dijo que sí, pero que necesitaba «una cooperación voluntaria» de quinientos pesos para el incienso. ¡Quinientos pesos! Le dije que con eso comprábamos el incienso, la vela y de paso un San Isidro nuevo, pero nada, no aflojó. Al final le di trescientos y me miró como si le hubiera robado el cáliz. Ya con eso me quedé medio tieso de presupuesto, pero dije: «No pasa nada, la procesión lo compensa».
Luego vino lo del burro. Don Lupe, el del establo, me prestó a su famoso «Relámpago» para cargar la estatua del santo en la procesión. «Es mansito», me juró, y yo, idiota, le creí. A los diez pasos, el condenado animal se plantó en medio de la calle, con San Isidro tambaleándose encima, y no hubo rezo ni jalón que lo moviera. La gente empezó a murmurar, los niños a reírse, y yo sudando como si me fueran a excomulgar. Al final, tuvimos que bajar la estatua y cargarla entre cuatro, mientras Relámpago se quedaba rascándose la oreja como rey.
Y cuando pensé que ya había tocado fondo, apareció la prima de mi esposa, la Lupe —sí, otra Lupe, qué originalidad—. La mujer se autoproclamó la estrella de la fiesta porque, según ella, tiene «voz de ángel». Agarró un micrófono que quién sabe de dónde sacó y se puso a cantar rancheras a todo pulmón. Pero no eran rancheras alegres, no, eran de esas de despecho, de «me dejaste por otra» y «tómate esta botella». La gente, que estaba esperando los tamales, nomás se miraba con cara de «¿y esto qué?». Mi mujer me decía «déjala, pobrecita», y yo pensando que pobrecito era yo por casarme con esa familia.
Total, la fiesta acabó con el cura guardándose los trescientos pesos, el burro mirando la procesión desde su trono de terquedad y la Lupe cantando hasta que se fue la luz —gracias a Dios por ese apagón—. Al final, San Isidro no mandó lluvia ni nada, y yo me quedé con deudas y una historia que, la verdad, nomás sirve para reírnos ahorita con este mezcal. ¿Qué te parece? Hay gente que nace para hacer el bien, y otros que nacemos para intentarlo y que nos salga mal. Salud.