El día en que Ehecatl hizo travesuras con un Cuetzpallin y Coatl

Por Bruno Cortés

Apenas amanecía en la aldea de Nexcoyotl cuando el calendario marcó un día que ningún anciano deseaba ver coincidir: Ehécatl sobre Cuetzpallin con el corazón de Coatl palpitando bajo tierra. El viento se alzó antes que los gallos, el lagarto despertó con una carcajada y la serpiente decidió, sin previo aviso, tomar forma humana y salir a caminar entre los mercados.

Era un día de augurios cruzados: el viento traía el rumor de secretos olvidados, el lagarto se movía entre sombras con la ligereza de un cuento mal contado, y la serpiente, húmeda de río y misterio, arrastraba emociones con cada paso que daba sobre el polvo seco. Así comenzaba el día en que el destino decidió jugar con sí mismo.

—Hoy no deberíamos abrir el tianguis —dijo la vieja Citlalmina, oráculo ocasional y vendedora de tamales de iguana—. ¡El viento habla! Y no son cosas bonitas.
—Bah, el viento siempre habla, abuela. El truco es no escucharlo —contestó su nieto, que todavía no aprendía que los dioses tienen orejas largas y poca paciencia.

En el centro de la plaza, un niño que vendía maíz vio cómo una nube descendía en forma de coyote que cantaba desafinado. Nadie pareció sorprenderse. El coyote afinó la voz dando vueltas sobre su cola y se le acercó al niño:
—¿Tienes cambio de una moneda del tiempo?

El niño, sin levantar la ceja, le ofreció tres tortillas y medio silbido. El coyote aceptó encantado y, entre bocado y bocado, comenzó a bailar un son jarocho con una cabra. Nadie se inmutó. En este pueblo, los días de viento son para eso: para no tomarse nada en serio excepto la dirección en la que sopla el aire.

La serpiente, con cuerpo de mujer y ojos de agua turquesa, pasó entre los puestos dejando tras de sí charcos de recuerdos. Las mujeres olvidaban sus penas, los hombres sus deudas, y los perros… bueno, los perros la seguían por puro gusto. Don Melchor, el panadero, le regaló una concha con forma de espiral. Ella lo bendijo con una temporada sin ardor de estómago. Fue un trato justo.

Por su parte, el viento soplaba con el descaro de un adolescente en día de feria. Tiró sombreros, levantó faldas, movió ideas olvidadas entre las hojas secas del quiosco. Incluso empujó al cura del pueblo hasta el confesionario sin que él lo notara. Ahí se encontró confesando pecados que no recordaba haber cometido.

En la esquina del mercado, el lagarto, que también había tomado forma humana aunque con más estilo —una especie de charro de tez verde oliva y voz de trino—, contaba chismes antiguos a cambio de sonrisas. “¿Sabían que Ehécatl una vez se enamoró de una parra y terminó siendo vino?”, decía entre carcajadas, dejando confusos a los historiadores.

Pero el momento cumbre llegó al mediodía, cuando los tres coincidieron en la explanada: el viento hecho hombre emplumado, la serpiente de agua vestida de jade, y el lagarto con sombrero de charro. Se miraron con la resignación de quienes saben que el mundo gira mejor cuando ellos hacen travesuras juntos.

—¿Un huracán con lluvia de tamales y música de coyotes? —propuso el lagarto.
—Solo si trae una lección disfrazada de juego —dijo la serpiente.
—Perfecto. Que nadie diga que el destino no tiene sentido del humor —suspiró el viento.

Y así, sin avisar, una ráfaga barrió la plaza. Los tamales volaron, la lluvia cayó de lado, los perros aprendieron a cantar y el cura, finalmente, se convirtió en cuentacuentos ambulante. Nadie murió, pero todos cambiaron un poco, como sucede cuando el caos viene con ritmo y agua bendita.

Esa noche, mientras el pueblo dormía con olor a tierra mojada y maíz fresco, los tres espíritus se retiraron satisfechos. Habían cumplido su misión: sembrar vida en forma de risa, invocar reflexión con danzas sin sentido y recordar a los mortales que los días más locos suelen ser los más sagrados.

Porque a veces, lo divino se disfraza de coyote travieso, viento con hipo o serpiente melancólica. Y en esos días, lo mejor que uno puede hacer… es bailar.

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