En las calles de la Ciudad de México, donde el tráfico y el ritmo de vida nunca parecen detenerse, el sonido del despertador a las 6 de la mañana es solo el inicio de una jornada interminable para muchos. Aquí, el burnout no es un mito urbano, es una realidad cotidiana. La cultura del «hustle», esa glorificación del esfuerzo sin fin, ha creado un escenario donde los trabajadores se ven atrapados en un ciclo de largas jornadas laborales y responsabilidades domésticas que no terminan ni con la caída del sol.
María, una publicista de 32 años, describe su día a día como una carrera contra el tiempo. «Trabajo de 9 a 6, pero con los correos y las reuniones que se alargan, termino cerca de las 8. Luego, llego a casa para empezar con las tareas del hogar y cuidar de mis hijos. No tengo tiempo ni para respirar», cuenta mientras su mirada refleja un cansancio que va más allá de lo físico. Su historia no es única; es el eco de miles de voces en una sociedad que apenas nos deja espacio para respirar.
Este agotamiento acumulado no es culpa de los individuos, sino un reflejo de una estructura social que valora la productividad sobre el bienestar. El estrés crónico que genera este estilo de vida no solo afecta nuestra capacidad para concentrarnos y mantener la calma, sino que literalmente altera nuestro cerebro. El cortisol, la hormona del estrés, se eleva, apagando la corteza prefrontal, esa parte del cerebro responsable de la toma de decisiones y el pensamiento crítico. Así, nos encontramos en un estado donde pensar claramente se convierte en una tarea titánica.
En las oficinas, hospitales y talleres por toda México, las historias se repiten. Juan, un enfermero de 45 años, habla de cómo después de turnos de 12 horas, la ansiedad y la falta de sueño han empezado a consumirlo. «He visto cómo mis colegas se queman, y ahora siento que me estoy acercando a ese punto», confiesa con preocupación. La salud mental, tan a menudo relegada a un segundo plano, emerge como una víctima silenciosa de esta crisis.
El burnout no se manifiesta de la noche a la mañana; es el resultado de semanas, meses, incluso años de estrés acumulado. Se trata de una erosión lenta pero constante de nuestra energía y entusiasmo. La sociedad, en su afán de progreso, ha olvidado que los seres humanos no son máquinas; necesitamos descanso, tiempo para nosotros mismos, y sobre todo, un equilibrio que actualmente parece ser un lujo.
La solución no es simple, pero comienza por reconocer el problema. Necesitamos un cambio cultural que valore la salud mental y física tanto como la productividad. Políticas laborales más humanas, horarios flexibles, y un reconocimiento real del valor del tiempo personal podrían ser el comienzo. Mientras tanto, historias como las de María y Juan sirven como un recordatorio urgente de que el burnout no es solo un problema personal, sino una cuestión de salud pública que requiere atención inmediata.