En el sureste mexicano, oculto entre la vegetación tropical de Tabasco y muy cerca del caudaloso río Usumacinta, se encuentra uno de los secretos mejor guardados de la civilización maya: la Zona Arqueológica Pomoná. Este sitio, poco conocido en comparación con otras ciudades del periodo Clásico Tardío como Palenque o Yaxchilán, ofrece una experiencia única donde confluyen historia, paisaje y espiritualidad ancestral.
Pomoná, cuyo nombre original fue Pakbul, floreció entre los años 600 y 900 d.C. y fue una ciudad estratégicamente situada para facilitar el comercio y las alianzas políticas entre distintas urbes mayas. Su posición privilegiada, entre la costa y la montaña, y su cercanía al río Usumacinta la convirtieron en un nodo vital de comunicación e intercambio de productos, saberes y poder. A pesar de no alcanzar el tamaño de sus aliadas o rivales, su arquitectura refinada, la calidad de sus relieves y las inscripciones halladas en piedra revelan una ciudad sofisticada y culturalmente influyente.
Durante su época de esplendor, Pomoná sostuvo relaciones con ciudades como Palenque y Piedras Negras, aunque también enfrentó conflictos. Uno de los episodios más significativos de su historia ocurrió en el año 790 d.C., cuando fue derrotada por Piedras Negras, un evento que marcó su declive. Sin embargo, sus monumentos aún narran con firmeza la historia de sus gobernantes y de un pueblo que supo dominar su entorno y construir una identidad propia.
Actualmente, la zona arqueológica muestra una fracción del antiguo esplendor de Pomoná. El conjunto principal, abierto al público, se compone de una plaza rectangular flanqueada por trece edificios ceremoniales, entre los cuales destaca el Templo IV, adornado con relieves que representan al dios solar Kin. La arquitectura, hecha con roca caliza traída desde varios kilómetros de distancia, evidencia el nivel de organización que tenía esta ciudad.
El pequeño pero valioso Museo de Sitio complementa el recorrido. Construido al estilo de una casa tradicional tabasqueña, el museo alberga más de 120 piezas, entre ellas la famosa «lápida del escriba», bustos, cuchillos ceremoniales, máscaras y figuras rituales que permiten conocer tanto la vida cotidiana como las creencias religiosas de los antiguos habitantes.
Pero Pomoná no solo es un sitio de interés arqueológico. Su entorno natural lo hace aún más especial. Durante la visita, es común escuchar a los monos saraguatos y observar aves de colores intensos surcando el cielo. La selva que rodea las ruinas está viva, y el contacto directo con la flora y fauna convierte la visita en una experiencia sensorial que vincula el presente con el pasado.
Además, la región cuenta con otros vestigios mayas como San Claudio y Panhalé, este último todavía en fase de investigación. El área también ofrece actividades como senderismo, pesca deportiva y gastronomía local a base de ingredientes frescos del campo y el río, lo que convierte el viaje en una experiencia completa para quienes aman la historia y la naturaleza.
Para llegar a Pomoná desde Villahermosa, se toma la carretera 186 rumbo a Escárcega, desviándose hacia Emiliano Zapata y luego a Tenosique. A unos 45 kilómetros se encuentra la entrada señalizada del sitio arqueológico. El recorrido toma unas tres horas, pero cada minuto del viaje se justifica al descubrir este rincón maya tan imponente como poco explorado.
Pomoná es más que ruinas; es una cápsula del tiempo donde las piedras hablan, el viento recuerda y la selva custodia los secretos de una civilización extraordinaria.
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