Ciudad de México. México no está en recesión, pero tampoco está de fiesta. La economía nacional logró esquivar por milímetros la temida recesión técnica, esa que ocurre cuando el Producto Interno Bruto cae durante dos trimestres consecutivos. En este arranque de 2025, el PIB creció apenas 0.2%, un suspiro estadístico que impidió prender las alarmas oficiales… aunque los focos amarillos ya están fundidos desde hace tiempo.
El gobierno federal celebra el modesto crecimiento como si fuera medalla olímpica, mientras el ciudadano promedio sigue en la pista de obstáculos llamada “cuesta de todos los meses”. Y no es para menos: aunque hay sectores, como el agropecuario, que muestran vitalidad inesperada, la industria y los servicios —motores reales del empleo— siguen tropezando como borrachos en madrugada. La palabra técnica es “desaceleración”, pero en la calle suena más como “no alcanza”.
Por su parte, la inflación juega a las escondidas: baja, sube, se calma y vuelve a saltar. Tras un respiro en enero, cuando se ubicó cerca del 3.5%, volvió a subir en mayo a poco más del 4%. Aún está dentro de lo tolerable, dicen las autoridades, pero para millones de personas cualquier alza en el precio del huevo, la carne o el transporte se siente como un golpe al hígado (sin presupuesto para el médico).
El Banco de México, con su habitual poker face, empezó a bajar las tasas de interés. Buena noticia para quienes sueñan con créditos más baratos, pero también un acto de fe: que la inflación no se dispare de nuevo y que los inversionistas no salgan huyendo. Porque si algo nos ha enseñado la economía mexicana es que cada movimiento fino puede tener consecuencias gruesas.
El empleo es el único que sonríe… a medias. La tasa de desempleo ronda el 2.2%, algo que cualquier país envidiaría, pero más de la mitad de los trabajadores están en la informalidad. Es decir, hay chamba, pero sin prestaciones, sin seguridad social y sin más futuro que el fin de quincena. Eso sí, todos aportan a que el país siga caminando, como puede, pero caminando.
En el frente externo, el nearshoring parece ser el milagro moderno. Inversiones extranjeras llegan, fábricas se mudan a México y las exportaciones rompen récords. Todo suena bonito… hasta que recordamos que muchos de esos beneficios están concentrados en zonas específicas, mientras otras regiones siguen esperando un tren que no pasa, un gasoducto que no llega o un presidente municipal que no roba (tanto).
En resumen: México no está en recesión, pero tampoco está boyante. Es como ese tío que evita el infarto comiendo ensaladas, pero con el cigarro encendido. El país sobrevive, se adapta, se mueve. Pero el modelo económico —el mismo desde hace décadas— sigue sin resolver la desigualdad, sin fortalecer el mercado interno y sin garantizar un crecimiento sostenido y justo.
Mientras tanto, en las conferencias de prensa y discursos oficiales se habla de “economía sólida”, “inflación controlada” y “confianza de los mercados”. Allá arriba, el panorama se pinta con colores institucionales. Abajo, en el bolsillo de la gente, el color es otro: rojo. No de pasión patriótica, sino de números negativos, de deudas, de lo que falta. Porque sí, México no está en recesión. Pero para muchos, la realidad se parece demasiado.