Por Bruno Cortés
Ah, México, nuestro querido México, donde la corrupción parece ser el deporte nacional más practicado, aunque no reconocido en los Juegos Olímpicos. Aquí estamos, en el 2024, viendo cómo este flagelo ha impactado la economía con un costo que supera los 500 mil millones de pesos al año. No es cualquier cambio, es un dineral que podría ir a salud, educación o a mejorar la seguridad, pero no, se va en sobornos y desvíos.
Para medir esta sangría económica, nos valemos de herramientas como la ENCIG del INEGI, que nos cuenta cuánta lana se va en sobornos para agilizar trámites o esquivar multas. Y ahí está Transparencia Internacional, sacando su Índice de Percepción de la Corrupción (IPC), donde México se planta en el puesto 126 de 180 países, con una calificación de 31 sobre 100. O sea, estamos en la liga de El Salvador, Kenia y Togo, no precisamente para presumir.
La corrupción, te lo juro, se mete en todos lados. En los trámites públicos, en la seguridad donde hasta los uniformados te piden la «mordida» para no multarte, o en la justicia, donde la independencia es más mito que realidad. Es como un cáncer que se expande sin control, afectando a la salud pública, la educación y dejando infraestructuras a medias porque el dinero se desvía hacia bolsillos privados.
La metodología para medir esto es casi detectivesca. Desde encuestas a la población y empresas hasta auditorías gubernamentales que, cuando se hacen bien, revelan escándalos de película. Ahora, con la tecnología, hasta usan big data y machine learning para tratar de atrapar a los corruptos con las manos en la masa digital. Pero la corrupción no es solo una cifra o una estadística, es una realidad que vive cada ciudadano cuando tiene que decidir entre pagar el soborno o enfrentar el laberinto burocrático.
Pero hay que decirlo, el IPC tiene sus críticos. Dicen que mide más la percepción que la realidad, como si la gente tuviera un radar para la corrupción. Sin embargo, sirve para darnos una idea de cómo nos ven afuera y cómo nos sentimos adentro con este problema. Además, es un espejo que muestra no solo nuestra imagen, sino también nuestras carencias en transparencia y justicia.
Y hablando de política y seguridad, el panorama no es muy esperanzador. La corrupción no solo desangra la economía, sino que mina la confianza en las instituciones. Los partidos se pelean por el poder, pero a veces parece que se unen para mantener este sistema opaco y corrupto. La seguridad? Bueno, cuando los mismos que deberían proteger te piden «cooperación», estamos en problemas. La relación entre corrupción y violencia se vuelve cada vez más evidente, con cárteles que se aprovechan de la debilidad institucional para extender su influencia.
En el ámbito político, la corrupción se manifiesta en campañas financiadas con dinero de dudosa procedencia, en contratos públicos inflados donde el beneficiado no es el pueblo, sino algún funcionario o empresario cercano al poder. Las promesas de campaña se desvanecen ante la realidad de un sistema donde el voto parece valer menos que el soborno.
La esperanza, sin embargo, no está completamente perdida. Hay movimientos ciudadanos, organizaciones no gubernamentales y hasta periodistas valientes que luchan contra este monstruo. Pero para que haya un cambio real, se necesita más que ganas; se necesita una transformación profunda en las estructuras de poder, leyes más duras contra la corrupción, y sobre todo, la voluntad política de aplicarlas sin distinción de partido o estatus.
En resumen, México en 2024 sigue atorado en la misma trampa de siempre, con una corrupción que no solo drena recursos, sino que también la esperanza de un cambio real. Hasta que no se enfrenten estos demonios políticos y de seguridad, seguiremos en esta danza de la corrupción que nos cuesta más de lo que podemos permitirnos. Es hora de que las nuevas generaciones tomen el timón, con la esperanza de que puedan navegar hacia aguas más limpias y transparentes.