Por Bruno Cortés
En las calles de Culiacán, Sinaloa, el aire se ha vuelto denso con el eco de los disparos. La captura de ‘El Mayo’ Zambada desató una guerra entre facciones del Cártel de Sinaloa, dejando una estela de sangre en la ciudad. Solo en Sinaloa, más de mil homicidios se registraron en 2024, con 700 de estos ocurridos tras la detención del capo. La violencia no solo ha asolado esta región; en Guerrero, el asesinato del alcalde de Chilpancingo marcó un punto de inflexión en la percepción de seguridad. Los ciudadanos, acostumbrados a la violencia, ahora temen salir de sus casas, viviendo en una realidad donde la normalidad es el sonido de las balas y el silencio de los desaparecidos.
El año comenzó con la promesa de una nueva administración, pero lo que se ha visto es una continuidad de la crisis de seguridad. Las cifras hablan por sí solas: 29,820 víctimas de homicidio doloso, un promedio de 81.6 personas asesinadas cada día. Estas estadísticas no son solo números; son historias de vidas truncadas, de padres que no regresaron a casa, de madres que lloran a sus hijos. La violencia en México no es solo un problema de seguridad; es una crisis humanitaria que ha teñido de rojo el tejido social del país.
La violencia política se ha intensificado a medida que se acercaban las elecciones presidenciales de junio de 2024, donde candidatos y funcionarios públicos fueron blanco de atentados, secuestros y amenazas. Esta situación ha desembocado en lo que algunos analistas llaman el proceso electoral más sangriento de la historia de México. Con 889 víctimas, entre ellas 39 aspirantes o candidatos, el crimen organizado parece haber tenido un rol protagónico en la política local, convirtiendo la lucha por el poder en una batalla entre balas y votos.
¿Podemos hablar de terrorismo? Los enfrentamientos entre cárteles, la extorsión, los secuestros, y las ejecuciones públicas han sembrado un terror constante entre la población. Sin embargo, el terrorismo, en su definición más estricta, implica un mensaje ideológico o político, algo que no siempre está claro en los actos violentos de los cárteles. Aun así, la metodología de generar miedo, control territorial y la afectación directa a la vida civil tiende hacia una forma de terrorismo criminal que, aunque no busca derrocar al gobierno, sí busca subvertir el orden y el control estatal.
El impacto económico de esta violencia es devastador. Según el Instituto para la Economía y la Paz, el costo de la violencia en 2023 fue de 4.9 billones de pesos, equivalente al 19.8% del PIB, una cifra que probablemente aumentó en 2024. Este costo no solo se mide en términos monetarios, sino en el desgaste de la confianza en las instituciones, en la disminución de inversiones, y en el éxodo de talentos que buscan huir del conflicto. La inseguridad ha paralizado sectores como el turismo y la industria local, dejando a muchas comunidades en la pobreza o en manos de la delincuencia organizada.
La respuesta del estado ha sido desigual. Mientras que en algunas zonas se ve un incremento en la presencia militar, en otras, la impunidad se siente como una manta que cubre las atrocidades cometidas. Los crímenes relacionados con la delincuencia organizada siguen en aumento, con los cárteles Jalisco Nueva Generación y Sinaloa a la cabeza de los conflictos más sangrientos. La sociedad mexicana, entre el miedo y la resignación, busca señales de esperanza, pero lo que encuentra son más titulares de masacres y cuerpos sin identificar.
Finalmente, la perspectiva de la población es de desolación. Encuestas recientes muestran que el 61% de los mexicanos se siente inseguro en sus ciudades, un aumento significativo que refleja no solo la realidad de los hechos violentos sino también el fracaso percibido de las políticas de seguridad. La violencia en México de 2024 no solo ha sido cuantitativa en su impacto; ha sido cualitativa, cambiando la percepción de lo que significa vivir en un país donde cada día es una apuesta por la supervivencia.