Por Bruno Cortés / Imagen Grok AI
María no sabía que su viaje hacia la promesa de una nueva vida estaría marcado por la oscuridad de una noche sin fin. Originaria de Guatemala, había oído historias de esperanza y oportunidades en Estados Unidos, pero nunca de los horrores que la aguardaban en México. A bordo de un autobús que prometía seguridad, su sueño se convirtió en una pesadilla cuando hombres armados interceptaron el vehículo, llevándosela junto con otros 15 migrantes hacia un destino incierto.
El rancho donde la llevaron era conocido entre los migrantes como «El Gallinero», un lugar donde el canto de los gallos se mezclaba con los lamentos de los secuestrados. Allí, en un ambiente de terror y desesperación, los captores exigieron un rescate que, para muchos, solo podía llegar desde Estados Unidos. Las familias en el otro lado de la frontera, con el corazón en un puño, enviaban dólares bajo el pretexto de remesas, una cruel ironía de cómo el dinero destinado para construir vidas se usaba para salvarlas.
Cada día, los secuestradores permitían una breve comunicación, justo lo suficiente para que los migrantes convencieran a sus familias de pagar. «Envía el dinero a esta cuenta», decía la voz fría al otro lado del teléfono, mientras María suplicaba por su vida. Los dólares se enviaban a través de aplicaciones como Zelle o Western Union, disfrazados de remesas para no levantar sospechas, pero cada transferencia era un grito silencioso de auxilio.
El precio del rescate variaba, pero se hablaba de cifras que iban desde los 75 dólares por persona hasta varios miles, dependiendo de la nacionalidad y de la urgencia de los captores. Para los migrantes cubanos y haitianos, el precio era más alto, presuponiendo que tenían familiares en Estados Unidos con mayor capacidad económica. Los niños, sin embargo, tenían una tarifa reducida, una pequeña luz en medio de tanta oscuridad.
La espera por el rescate se medía en días, a veces semanas, de constante miedo y hambre. Algunos fueron movidos de un lugar a otro, siempre con rostros tapados y sin luz, para evitar ser encontrados o reconocidos. Los más afortunados veían la luz del día de nuevo al ser liberados tras recibir el pago; otros, sin embargo, desaparecían en el vasto y cruel anonimato de la violencia organizada.
En la ciudad de Matamoros, cerca de la frontera con Estados Unidos, un sacerdote, Francisco Gallardo López, ha sido testigo de este fenómeno. «Los secuestros masivos son una práctica común ahora», explica, mientras ofrece refugio y consuelo a los que han logrado escapar o ser rescatados. La historia de María es solo una entre miles, un testimonio de cómo el sueño americano puede convertirse en una pesadilla mexicana.
Finalmente, tras días de incertidumbre, María fue liberada. Regresó a Tapachula con un sello en el brazo que indicaba su pago al crimen organizado, un tatuaje invisible de su trauma. El rescate mediante falsas remesas, aunque efectivo para algunos, deja una huella imborrable de dolor y una deuda emocional que ninguna cantidad de dinero puede saldar. La pregunta que queda flotando en el aire es: ¿cuántos más deberán pasar por este infierno antes de que se busque una solución real y humana a la crisis migratoria?