Por Bruno Cortés
El 4 de junio de 2025, el Senado mexicano dejó de parecerse a una institución democrática para transformarse en una arena de improperios. El espectáculo lo encabezó nada menos que el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, quien no solo respondió con lenguaje vulgar a las críticas de Ricardo Anaya, sino que defendió su historial de groserías como si se tratara de una virtud política. La investidura cayó al nivel del insulto.
Durante la sesión de la Comisión Permanente, el senador panista Ricardo Anaya criticó duramente la reforma judicial promovida por Morena, señalando que se trató de una “simulación descarada” para controlar al Poder Judicial. Pero fue su frase —“hicieron mierda al Poder Judicial”— la que encendió a Noroña. Lo curioso es que Noroña no reaccionó por el fondo, sino por la palabra, exigiendo respeto en el pleno… desde la trinchera de su propio lenguaje soez.
Y es que no estamos hablando de cualquier legislador: Gerardo Fernández Noroña es el presidente del Senado, y como tal, encarna la representación más alta del poder legislativo mexicano. Pero su comportamiento parece más cercano al de un tuitero sin filtros que al de un parlamentario con autoridad moral. Reclamó el uso de la palabra “mierda” como si no fuera parte de su vocabulario habitual, pese a que existen numerosos registros de él usándola públicamente.
Anaya, con precisión quirúrgica, desmontó la postura de Noroña mostrando publicaciones en las que el senador morenista llama «mierda» al expresidente Donald Trump, a usuarios de X, a libros que no le gustan e incluso al sistema educativo mexicano. Le recordó además su famosa frase en la que describe al presidente López Obrador como “cabronamente tenaz”. La contradicción quedó al desnudo: Noroña exige respeto mientras reparte vulgaridades a diestra y siniestra.
Pero lo más grave no es el insulto: es la normalización del lenguaje vulgar desde la presidencia del Senado. En pleno recinto legislativo, Noroña respondió a Anaya con un “pedazo de… político”, dejando claro que el cargo que ostenta no le impide ensuciar la investidura con expresiones barriobajeras. Acto seguido, amenazó con bajar a confrontar físicamente al panista, quien lo acusó de cobarde entre gritos. La escena rayó en lo grotesco.
Y mientras esto ocurría, la reforma judicial —uno de los temas más delicados y trascendentes del país— fue relegada a segundo plano. Morena proyectaba gráficas para justificar los resultados de la elección judicial del 1 de junio, pero todo quedó opacado por el intercambio de ofensas. En un país donde la violencia verbal precede muchas veces a la física, que el presidente del Senado contribuya a ese clima no es solo imprudente: es peligrosamente irresponsable.
El incidente no es aislado. En 2019, Noroña discutió a gritos con un ciudadano en Iztapalapa. En 2025, fue criticado por su lenguaje soez en el Parlamento Europeo, donde se le acusó de usar “majaderías y sonsadas”. Y en redes sociales, su estilo sigue siendo agresivo, descalificativo y visceral. Que ese tipo de lenguaje sea ahora la voz oficial del Senado debería alarmar más de lo que divierte.
En resumen, la escena entre Anaya y Noroña no solo expone una reforma judicial en crisis, sino también el profundo deterioro del lenguaje político en México. Cuando el presidente del Senado no logra distinguir entre libertad de expresión y grosería institucional, la democracia pierde. No por el insulto, sino por la señal de que ya no importa el nivel del debate, sino quién grita más fuerte.