En una mañana que huele a olivos y polvo, arqueólogos de diversas partes del mundo se reúnen en las colinas de Jerusalén, herramientas en mano y teorías en mente. Aquí, en el epicentro de tres grandes religiones, cada descubrimiento puede ser un capítulo nuevo o un viejo relato confirmado. Los creyentes, con fervor en sus ojos, ven en cada pieza de cerámica o inscripción un testimonio del «Hijo de Dios». Para ellos, la arqueología es un aliado que valida siglos de fe.
Sin embargo, en el otro extremo del espectro, los escépticos se arman de escepticismo y crítica. Ellos argumentan que la falta de pruebas directas de Jesús como figura sobrenatural sugiere que podría ser más bien una construcción cultural, un personaje tejido en la tela de la historia humana como una leyenda. Para ellos, cada ausencia de evidencia es una afirmación de su postura. La arqueología, entonces, se convierte en su escudo, desafiando a que se demuestre lo que no se puede ver.
La Estela de Merneptah, por ejemplo, menciona a «Israel» en un contexto que algunos interpretan como evidencia de la existencia de un pueblo hebreo organizado en la época de Jesús, lo que podría indirectamente apoyar su historicidad. Sin embargo, esto no confirma los milagros o la resurrección; solo corrobora la existencia de un grupo étnico en la región.
Los rollos del Mar Muerto, encontrados en Qumran, han proporcionado un tesoro de textos antiguos que dan contexto a la época de Jesús pero no hablan directamente de él. Estos documentos, escondidos en cuevas y protegidos por el tiempo, nos muestran un judaísmo diverso, lleno de esperanzas mesiánicas, que podría haber influido en la figura de Jesús o ser influenciado por él.
La arqueología bíblica, como disciplina, ha intentado navegar entre estos dos polos. Werner Keller, con su libro «Y la Biblia tenía razón», intentó demostrar la autenticidad de los relatos bíblicos, pero la ciencia ha demostrado que no todos los hallazgos se ajustan perfectamente al periodo bíblico, creando más preguntas que respuestas.
En el corazón de estas búsquedas, yacen las ciudades superpuestas de Jericó, donde los estratos de historia revelan que no siempre es fácil identificar qué parte de la tierra corresponde al relato bíblico. En este laberinto de tiempo y tierra, arqueólogos como Elizabeth Mejía analizan estructuras y materiales para discernir si lo que excavamos es la verdad histórica o meramente un eco de la narrativa religiosa.
Cada piedra, cada inscripción, cada reliquia sacada de la tierra de Israel añade capas a la discusión. Los creyentes se aferran a la posibilidad de que la ciencia revele un día la verdad de su fe, mientras que los escépticos vigilan, listos para declarar cada silencio arqueológico como una prueba de su escepticismo. En este juego de sombras y luces, la verdad sobre Jesús, si es que existe una única verdad, sigue siendo un misterio enterrado bajo la arena del tiempo.