A tan solo siete kilómetros del emblemático Paseo de la Reforma, en el bullicioso Mercado de la Merced de la Ciudad de México, se encuentra un pequeño local que resiste al tiempo y la modernidad. Este lugar, ubicado en la puerta uno del mercado, es el último bastión de la comida prehispánica en la capital mexicana, un «cofre de vestigios gastronómicos» que guarda sabores ancestrales que datan de mucho antes de la llegada de los conquistadores españoles.
Aquí, entre los puestos abarrotados de frutas, verduras y antojitos típicos, se puede encontrar una oferta única: tamales de pescado, conocidos como mextlapique, acociles (pequeños camarones de agua dulce), chapulines (saltamontes), chauis, pato bocón, carpas horneadas, ahuautle (hueva de mosco), escamoles (larvas de hormiga), huevera de pescado, ranas y boquerones (pescados fritos), entre otros manjares que evocan la riqueza de la dieta prehispánica.
Sin embargo, mantener viva esta tradición culinaria no ha sido tarea fácil. Hilda Pardines Hernández, actual dueña y heredera del negocio, se esfuerza cada día para que este legado no se pierda. «Cada vez son menos las personas que se acercan a comprar. La mayoría de nuestros clientes son de la tercera edad, y con el tiempo, se vuelven menos», comenta con cierta nostalgia.
El negocio comenzó en la década de 1950 cuando dos hermanas, oriundas de Santa María Tonanitla en el Estado de México, trajeron productos ancestrales al Centro Histórico de la Ciudad de México. En la calle de Limón, comenzaron a vender acociles, pescados y mextlapique, productos que se convirtieron en el corazón de su oferta. Cuando se inauguró el Mercado de la Merced, trasladaron su pequeño negocio a un espacio de apenas 50 centímetros, que con los años fue creciendo.
A lo largo de los años, el negocio ha enfrentado numerosos desafíos. Antes, vendían ranas vivas que mataban al momento de la compra, así como tortugas, cuya venta ahora está prohibida. Los acociles, que originalmente provenían de la laguna de Zumpango, ahora deben ser importados de Pátzcuaro debido a la contaminación y urbanización que acabaron con su hábitat natural.
El futuro de este pequeño rincón culinario es incierto. Hilda, con la esperanza de atraer a nuevas generaciones, intenta interesar a los nietos de sus clientes, ofreciéndoles una muestra de estos sabores que alguna vez fueron fundamentales para sus ancestros. “Ojalá los jóvenes aprecien este patrimonio. Si no, esto se va a acabar”, afirma.
El local de Hilda no solo vende alimentos; vende una conexión con la historia y la cultura de México, una tradición que se está perdiendo en el frenesí de la vida moderna. En un mundo donde las tendencias culinarias cambian rápidamente, este negocio de comida prehispánica lucha por mantenerse relevante, esperando que las nuevas generaciones se sientan atraídas por la riqueza de su pasado gastronómico.
Mientras tanto, los cambios continuarán. La supervivencia de este negocio es una cuestión de resistencia y adaptación. ¿Logrará este rincón de historia gastronómica sobrevivir en un mundo cada vez más moderno y globalizado? Solo el tiempo lo dirá.