Con el Senado en llamas, Fernández Noroña pide más cerillos

Por Bruno Cortés

El Senado mexicano no atraviesa sus mejores días como institución. Bajo la presidencia de Gerardo Fernández Noroña, la cámara alta ha pasado de ser un foro plural a un espacio dominado por los excesos verbales, la confrontación y los desplantes personalistas. Lo que para algunos es valentía política, para otros —cada vez más numerosos dentro y fuera del país— es un triste retroceso en la cultura democrática y en la imagen que México proyecta al mundo.

Fernández Noroña llegó a la presidencia del Senado como se esperaba: con el tono altanero, la retórica incendiaria y el desprecio por las formas que han caracterizado su carrera. Y no tardó en convertir la tribuna en su plataforma personal. De las sesiones públicas han salido frases que rayan en la ofensa y el espectáculo. Llamó “bola de ladrones” a los senadores del PRI por criticar su arribo en camionetas de lujo, acusándolos de “saqueadores” y “traidores a la patria”. Escenas que, más que debates parlamentarios, parecían capítulos de un talk show de tercera.

En el ámbito internacional, su falta de profesionalismo ya genera consecuencias tangibles. Su más reciente encontronazo con el senador republicano Eric Schmitt —tras burlarse de la propuesta estadounidense de aumentar el impuesto a las remesas— expuso a México a un innecesario choque diplomático. Schmitt no tardó en responder: “El presidente del Senado de México está muy molesto… el impuesto a las remesas acaba de aumentar 5%”. Un intercambio que dejó claro que el tono de Fernández Noroña no solo daña el diálogo interno, sino que también puede tener un costo económico y político para las familias mexicanas que dependen de las remesas.

Pero si el plano internacional se ha visto empañado, el nacional no es menos preocupante. Fernández Noroña ha instrumentalizado su cargo para censurar a voces opositoras: mandó cortar el micrófono al senador Rubén Moreira, quien lo llamó en respuesta “fascista”. Este tipo de prácticas, impropias de un presidente de la Cámara Alta, muestran un uso autoritario de la presidencia del Senado, erosionando el respeto por las reglas del juego democrático.

A esto se suma su insensibilidad ante temas de enorme gravedad social. Cuando medios reportaron el hallazgo de un supuesto “campo de exterminio” en Jalisco, Fernández Noroña no dudó en minimizar la noticia como una “campañita de medio pelo de la derecha”. Declaraciones que ofenden a los familiares de desaparecidos y que confirman la distancia abismal entre el discurso oficialista y la crisis humanitaria que vive el país.

Paradójicamente, su perfil beligerante sirve a la estrategia de polarización que favorece a ciertos sectores del oficialismo. Ante sus bases más radicalizadas, Fernández Noroña personifica al político “auténtico”, el que “se enfrenta a los poderosos” sin filtro. Pero fuera de ese núcleo, su figura agrava la percepción de un Senado degradado, convertido en trinchera partidista más que en espacio de construcción democrática.

Incluso dentro de la coalición gobernante el rechazo crece. Su filiación a Morena tras ser electo por el PT le valió abucheos en el congreso nacional petista. La oposición, por su parte, ya ha solicitado formalmente su destitución, advirtiendo sobre el daño que sus desplantes pueden provocar a la imagen internacional de México en un momento de alta sensibilidad diplomática.

En conclusión, la presidencia de Gerardo Fernández Noroña ha convertido el Senado en un campo de batalla permanente. Su estilo personalista, autoritario y poco profesional no solo atiza la polarización política, sino que empaña la reputación internacional de México y mina la credibilidad de la institución. La pregunta no es si su gestión ha sido polémica —eso ya es un hecho—, sino cuánto más está dispuesta a tolerar la clase política mexicana y a qué costo para el prestigio democrático del país.

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