Chiapas, el estado que muchos recordamos como el hogar de la cultura maya, las cascadas turquesas y la selva exuberante, hoy está cubierto por una sombra de violencia e inseguridad. Esa imagen de paraíso ha sido empañada por conflictos que no solo llegan a los titulares, sino que han transformado la vida diaria de sus habitantes. ¿Cómo llegamos a una situación donde nombres como el Cártel de San Juan Chamula, Los Motonetos y Los Herrera suenan más familiares que las atracciones turísticas? Para entenderlo, hay que desmenuzar una historia que tiene tantas capas como el folclor chiapaneco.
Estos cárteles se pelean por un territorio de gran valor: Chiapas no es solo tierra de cultura, sino un corredor estratégico que conecta Sudamérica con Estados Unidos. Esta geografía privilegiada se convierte en una maldición cuando grupos criminales ven en ella la oportunidad para traficar drogas y migrantes, alimentando un ciclo de violencia y temor que afecta a comunidades enteras. Pero Chiapas no es una historia solo de crimen, sino también de corrupción, desigualdad y abandono.
La relación entre el crimen y las autoridades es, al parecer, de “socios” en muchos casos. La corrupción institucional está tan extendida que personajes como el “Güero Pulseras” del Cártel de Sinaloa operan con una libertad pasmosa. Las denuncias de colusión entre autoridades y criminales son tantas que uno se pregunta si Chiapas sigue siendo un estado gobernado o si ha caído en manos de estos poderes fácticos. Es una mezcla fatal: narcotráfico, corrupción, falta de oportunidades para los jóvenes y un estado ausente, que, sin embargo, aparece solo para dar discursos de paz y promesas de desarrollo.
En este contexto, hablar de «seguridad» se convierte en una palabra vacía. Basta caminar por Tapachula, donde 82% de la población considera que la delincuencia es el principal problema, para entender cómo la violencia ha destruido la paz de una región que alguna vez fue pacífica y próspera. La economía local también sufre: muchos negocios han cerrado sus puertas y el turismo, una fuente esencial de ingresos para el estado, se ha desplomado. Las comunidades indígenas, que han luchado por sus derechos y su territorio durante años, ahora enfrentan desplazamiento y violaciones sistemáticas de sus derechos humanos.
El impacto es tan profundo que va más allá de la economía y la seguridad. Esta crisis ha roto el tejido social de Chiapas, esa red de solidaridad que mantenía a las comunidades unidas. Familias y amigos se ven obligados a vivir desconfiando de sus propios vecinos, a convivir en un clima de constante sospecha y miedo. En un lugar donde cada vez hay más desplazados, es común ver hogares abandonados, escuelas vacías y negocios cerrados, pintando un cuadro de desolación y abandono.
La respuesta del gobierno ha sido, en el mejor de los casos, tibia. Entre discursos de «atención integral» y planes de «seguridad estructural», no se ha visto una acción concreta que enfrente el problema de raíz. Las promesas de generar empleo para que los jóvenes no se unan a estos grupos suenan bien, pero en la realidad de Chiapas, los jóvenes siguen sin ver oportunidades y el crimen organizado los recibe con los brazos abiertos.
A estas alturas, el destino de Chiapas parece estar en una cuerda floja, donde el equilibrio depende tanto de la voluntad del gobierno como del esfuerzo de las comunidades. ¿Qué hace falta para que se tome en serio la situación? La respuesta no es sencilla, pero sin una intervención real, que desarticule a los grupos criminales y combata la corrupción, el futuro de Chiapas seguirá siendo incierto. Mientras tanto, la región que alguna vez fue símbolo de riqueza natural y cultural se convierte, cada día, en un símbolo de promesas rotas y sueños truncados.