En el altiplano boliviano, donde el cielo parece estar al alcance de la mano, se alza El Alto, una ciudad que desde 1985 ha reclamado el título de la más alta del planeta. Con una elevación que supera los 4 kilómetros sobre el nivel del mar, vivir en El Alto significa adaptarse a un ambiente donde incluso respirar puede ser un desafío. Los habitantes, mayormente de ascendencia aimara, han desarrollado una fisiología especial: pulmones más grandes y una mayor concentración de hemoglobina en la sangre, lo que les permite captar más oxígeno.
La vida cotidiana aquí es una mezcla de modernidad y tradición. Los mercados rebosan de colores vibrantes y productos locales, mientras que los «cholets», edificios extravagantes que combinan elementos arquitectónicos indígenas y contemporáneos, adornan el paisaje urbano. La ciudad, que una vez fue un suburbio de La Paz, ha crecido tanto que ahora es un centro urbano vibrante con su propio aeropuerto, el más alto del mundo.
El clima en El Alto es tan peculiar como su altura. Las temperaturas fluctúan entre extremos, con días soleados y fríos, y noches que pueden caer por debajo del punto de congelación. El fenómeno conocido como «soroche» o mal de altura es común entre los recién llegados, manifestándose en náuseas, fatiga y fuertes dolores de cabeza. Sin embargo, para los locales, estas condiciones son parte de la vida diaria, y han aprendido a prevenirlas con remedios naturales como la hoja de coca.
La arquitectura de El Alto refleja su geografía. Las viviendas están diseñadas para conservar el calor, con techos altos y paredes gruesas, adaptándose a un clima donde las lluvias son escasas pero intensas entre noviembre y marzo. Las casas, muchas veces de adobe, se arriman unas a otras, formando una red urbana que parece abrazarse contra el frío.
La conexión con La Paz es vital para El Alto. La cercanía geográfica y económica ha permitido un flujo constante de personas y bienes, creando una simbiosis entre ambas ciudades. Sin embargo, El Alto tiene su propio pulso, una identidad que se palpa en sus festividades, su música, y su forma de ver el mundo desde su perspectiva privilegiada.
El sol en El Alto no es solo un astro; es un fenómeno. Debido a la altura, sus rayos son más intensos, requiriendo protección solar constante. Pero esta intensidad también ofrece un espectáculo visual único, con cielos azules profundos y atardeceres que parecen pintados. Los habitantes, acostumbrados a esta luminosidad, han desarrollado una relación especial con la luz, que se refleja en su cultura y su arte.
La vida aquí es una lección de resiliencia y adaptación. Desde los niños jugando en las calles hasta los ancianos que han vivido toda su vida en esta altura, El Alto es un testimonio de cómo la humanidad puede moldear su existencia en condiciones que otros considerarían extremas. Es un lugar donde cada respiración es un recordatorio de la altitud, y cada horizonte, una invitación a mirar más allá de lo ordinario.