CDMX a 15 de diciembre, 2022.- Jesús cuenta que la última vez que consiguió dejar la droga estuvo ocho meses sin consumir, pero que la «malilla» (síndrome de abstinencia) era tan fuerte que pasó 22 días prácticamente sin dormir.
Sentado en una calle de Tijuana en el norte de México y preparando su primera dosis del día, el hombre de 50 años recuerda cómo probó la droga cuando era adolescente. Pasó por la cocaína, la heroína… hasta que desde hace unos tres años consume únicamente fentanilo «mezclado con cristal».
«El fentanilo te duerme, no sé por qué te hace sentir tan bien. Lo tomo varias veces al día porque cuando no lo hago, te da unas ansias tremendas», cuenta minutos antes de inyectarse y quedar casi inconsciente por unos segundos.
El fentanilo, un opioide sintético 50 veces más potente que la heroína, lleva muchos años considerado una auténtica epidemia en Estados Unidos, donde en 2021 fue la principal causa de que se alcanzara el récord de más de 107.000 muertes por sobredosis.
En los años recientes, sin embargo, su consumo se ha afianzado también al otro lado de su frontera sur en municipios mexicanos como Tijuana.
Allí basta con pasear unos minutos por los alrededores de la zona norte (o «zona roja» o «de tolerancia», epicentro del trabajo sexual), para observar a decenas de usuarios consumiendo en plena calle prácticamente anestesiados, en lo que organizaciones ya califican como una clara crisis de salud ante la que las autoridades no están respondiendo adecuadamente.
«Vamos a enfrentar abiertamente el fentanilo, con todo el daño que causa, porque es muerte fulminante, y además dolorosísimo ver cómo andan como zombis, es algo muy fuerte», llegó a describir la situación el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, el pasado octubre.
En 2021, México decomisó un máximo histórico de más de 1.800 kilos de fentanilo.
De heroína a fentanilo
En los últimos tres o cuatro años, organizaciones sociales identificaron cómo el fentanilo pasó a inundar el mercado de drogas en la frontera norte mexicana.
El principal motivo es que para productores y traficantes se traduce en una mayor ganancia en menos tiempo y trabajo que lo que conllevan otras sustancias.
También el cierre de la frontera durante la pandemia contribuyó a que parte del fentanilo destinado a venderse en EE.UU. se quedara en territorio mexicano.
De cara a los consumidores, sin embargo, esta droga entró en sus vidas sin saberlo. En la mayoría de casos pensaron inicialmente que lo que adquirían seguía siendo heroína.
Ignoraban que se trataba de fentanilo, una sustancia aún más adictiva y peligrosa, y el desconocimiento entre algunos continúa incluso años después.
«Yo no conozco eso. ¿Fentanilo?», responde María, una joven de 21 años, cuando BBC Mundo le pregunta en las cercanías del canal del río Tijuana, en la zona más cercana a la frontera, por la sustancia que más consume.
«Sí claro, yo después te lo presento», añade bromeando Julio, un hombre que la llama «su hermana de adicción» aunque apenas la conoce.
Cuando ella se marcha visiblemente alterada a comprar su dosis, Julio nos cuenta que con toda seguridad lo que ella toma -al igual que él- es el omnipresente fentanilo.
«Es más potente. A mi me ha ‘doblado’ (provocado sobredosis) como tres veces el último mes. Da más ‘rush’, más adrenalina, te pega más rápido y dura más», cuenta mientras trata de ocultar algunas de las numerosas marcas y ampollas que tiene en brazos y piernas fruto de las inyecciones.
«Son picaduras de araña», asegura.
Pese al efecto temporal que produce, el fentanilo y las drogas mezcladas con esta sustancia son extremadamente peligrosas.
Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades de EE.UU., el fentanilo resulta 100 veces más fuerte que la morfina y, junto a otros opioides sintéticos, es la droga más frecuentemente involucrada en muertes por sobredosis. De hecho, puede ser mortal hasta en pequeñas dosis.
Que este auge del fentanilo se concentre en municipios fronterizos no es casualidad. Muchos de sus usuarios, como Jesús y Julio, son mexicanos que tras vivir durante la mayor parte de su vida en EE.UU., fueron deportados a un país del que apenas conservan recuerdos y donde acaban viviendo en situación de calle.
Muchos no quieren regresar a sus estados de origen en México porque casi toda su familia está en EE.UU., por lo que prefieren quedarse cerca de la frontera.
«No tienen donde vivir ni para comer, así que prefieren pagar 50 pesos (US$2,5) por una sustancia que les va a quitar hambre y frío, además de dar energía para limpiar carros o reciclar cosas con las que ganar algo», le dice a BBC Mundo Alfonso Chávez, promotor de salud comunitario en Prevencasa, una asociación de Tijuana especializada en el cuidado de la salud de personas con adicciones y en situaciones vulnerables.
A ellos se suman algunas de las miles de personas migrantes que tratan de cruzar a EE.UU. y que deben esperar durante meses o años en México a que se tramite su petición de asilo.
Chávez reconoce que «mucha de esta gente se desespera y opta por consumir alguna sustancia para sobrellevar ese panorama. Es una situación muy preocupante».
«En estos centros también ayudan a los haitianos. Antes no se arrimaban, pero ya perdieron la desconfianza», relata Jesús.
El cambio de tendencia hacia el fentanilo en el consumo de droga aumentó el número de sobredosis y muertes en México en los últimos años.
Solo en Tijuana, según datos de Cruz Roja citados por el diario El Universal, se pasó de nueve muertes en los cuatro primeros meses de 2019 a 24 en el mismo período de este año.
La ausencia de registros oficiales, alertan las organizaciones, no contribuye más que a invisibilizar esta situación y no atenderla de manera correcta.
Según datos de la Comisión Nacional contra las Adicciones (Conadic), principal organismo gubernamental dedicado a la prevención y tratamiento de las adicciones, el número de personas que acudió a consulta a alguno de sus centros en todo el país por consumo de fentanilo pasó de cinco en 2013 a 184 en 2021.
«Pero tenemos un subregistro muy significativo, no cabe duda», admite el comisionado Gady Zabicky Sirot.
La sala
En la también fronteriza Mexicali, capital del estado de Baja California donde se ubica Tijuana, la situación no es mucho mejor.
La ONG Verter contabilizó 464 sobredosis en el municipio durante tres años (2019 a 2021). Pero solo durante los primeros nueve meses de este año contabilizaron otras 566.
De ellas, calculan que «un 90%» son debidas a consumo de fentanilo.
«Es una crisis de salud que el Estado no está resolviendo porque lo niega, y el problema ya se ha rebasado en México. El fentanilo no se va a ir: llegó para quedarse, como ha sucedido en otros países», pronostica Lourdes Angulo, directora de la organización.
El comisionado Zabicky responde que a las autoridades son conscientes del problema. «Sí, preocupa mucho porque el fentanilo es una sustancia muy riesgosa (…). No hay manera de negarlo: en estas ciudades es muy visible que hay personas consumiendo», dice.
Sin embargo, niega que aún se pueda hablar de «epidemia de consumo» en México, debido a lo concentrado de esta tendencia en la frontera norte.
«En la Ciudad de México, por ejemplo, hacemos análisis de sustancias en los festivales y no encontramos fentanilo», argumenta.
Además, destaca como respuesta la actual Estrategia Nacional para la Prevención de Adicciones como «la estrategia de salud mental y adicciones más grandes que se haya emprendido en México» en la que participan hasta 40 entidades federales y que está representada en los 32 estados.
Verter, por su parte, cuenta con la primera y única sala de consumo seguro de América Latina: un espacio donde los usuarios pueden consumir en condiciones higiénicas y bajo supervisión de personal de la asociación.
Según Angulo, la principal función de la sala es «evitar muertes por sobredosis, porque cuando consumen en la calle muchas veces están solos. Aquí se les atiende inmediatamente». Algunos días registraron hasta 80 usuarios.
Durante la entrevista, Adriana entra a Verter para hacer uso de la sala. «Aquí me siento más segura y tranquila», dice esta mujer de casi 60 años.
Cuenta que empezó a consumir con solo 11 años y que vivió durante dos décadas en EE.UU. hasta ser expulsada. Mientras relata su historia, va preparando el líquido que va a inyectarse y que previamente ha dado positivo en fentanilo en el test rápido que Verter realiza a toda sustancia que los usuarios van a usar.
Adriana se inyecta mirándose al espejo. Pronto empieza a balbucear y quedarse adormilada. Unos 40 minutos después, recoge sus pertenencias y se marcha silenciosa.
Que el objetivo de la sala no sea prohibir el consumo sino reducir los riesgos y daños de quienes lo hacen no fue siempre bien entendido por las autoridades y, tras su apertura en 2018, sus responsables se vieron obligados a cerrarla durante unos meses.
«Este es un centro de apoyo que nos da ayuda. Ya que ellos no la dan, que dejen que otra gente lo haga», reclama Walter, un joven que acude a Verter para intercambiar sus jeringas usadas por nuevas.
La naloxona
En este escenario, las organizaciones reclaman con urgencia la importancia de contar con naloxona, un medicamento con capacidad para revertir sobredosis de opioides como el fentanilo.
Sin embargo, y aunque la discusión para desclasificarlo se encuentra en el Senado, la naloxona es aún considerada en México como un psicotrópico que impide que la población general pueda adquirirla.
«Esto me parece un absurdo, no se me ocurre más que pensar en un funcionario muy inepto o perverso que clasificó la naloxona como sustancia sumamente controlada», admite el comisionado Zabicky.
«Es nuestra obligación tratar de quitar ese obstáculo del acceso y que esté en todas las farmacias incluso con cierta gratuidad. Esperamos que en este sexenio ya podamos tener una entrega clara de ello».
Pero hasta entonces, son las organizaciones sociales las que hacen auténticos malabares para conseguir tener reservas de este medicamento, generalmente gracias a donaciones de organismos de EE.UU. (donde puede comprarse en farmacias), y ponerlas a disposición de usuarios e incluso policía y Cruz Roja.
«Desafortunadamente, el aparato gubernamental es un poco menos ágil para dar una respuesta a esta problemática que lo que son las asociaciones civiles, que son más versátiles. Para mí, son héroes de la calle«, reconoce Zabicky sobre estas ONG.
Desde Prevencasa critican que el aumento de muertes se deba a que «las políticas siguen insistiendo en orillar a la gente que está más orillada, más vulnerable» y a que se centre la atención únicamente en criminalizar el consumo y el tráfico.
«Hay que abordar esto desde un punto de vista no prohibicionista. No hay que decir que no se debe consumir droga, porque la gente lo va a seguir haciendo. La ‘guerra contra las drogas’ no va a acabar con ellas, van a estar ahí. Tenemos que ver cómo tratarlo y la reducción de daños es eso: cómo trabajar con una persona que ya consume desde el punto de vista de su salud», explica Chávez.
En el estado existen centros de rehabilitación para estas personas, aunque las ONG destacan que muchos se centran únicamente en lograr la abstinencia sin fármacos que ayuden a sobrellevar la desintoxicación.
Al salir, muchos usuarios vuelven a consumir con un mayor riesgo a sufrir una sobredosis mortal, ya que su tolerancia a la droga ha disminuido en su tiempo interno.
«Tenemos testimonios de muchas personas que son llevadas a estos centros en contra de su voluntad y los tienen allí meses, incluso a otras ciudades. Son prácticamente desapariciones forzadas, porque hay muchos que no tienen familia y de los que no llegamos a saber si salen o qué pasa», denuncia Angulo.
BBC Mundo solicitó una entrevista con el Instituto de Psiquiatría de Baja California que supervisa estos centros pero no obtuvo respuesta, al igual que del Instituto Municipal contra las Adicciones de Tijuana.
Según Zabicky, «uno de los elementos más importantes es que el internamiento se deja como última oportunidad, última opción» dentro del nuevo capítulo de Salud Mental en la Ley General de Salud.
«El internamiento involuntario ya no tiene lugar» de acuerdo a las modificaciones realizadas en mayo a dicha ley, asegura.
Sí coincide en que cuando una persona sale de un internamiento y trata de consumir la misma cantidad de droga, está en grave riesgo de sobredosis.
«Por eso hay que darles seguimiento, evitar que haya recaídas y quitar el estigma que evita que las personas puedan acudir a tratamiento».
Añade que en muchos centros de atención primaria en adicciones bajo responsabilidad de la Conadic «se necesita capacitar al personal, a veces incluso readoctrinarlos, porque la función pública en esta área aún tiene mucha burocracia y muchas usanzas de antes, de la guerra contras la drogas, del prohibicionismo», reconoce.
«A mí me toca jalar por el seguir poniendo derechos humanos por encima de todo lo demás, de no criminalizar sino medicalizar este problema. Creo que ya hemos emprendido un cambio, pero no va a ser rápido», concluye.
Mirando hacia el futuro, Jesús cuenta en Tijuana que no tiene intención de regresar a su Michoacán natal y cree que su vida sería muy diferente de no haber sido deportado de EE.UU.
Allí tiene dos hijos con los que hace años que no habla porque olvidó sus números de teléfono.
«Encontré dos ‘cacahuates’ (teléfonos básicos) con los que podría haber buscado a mi hermana o hijos, pero pues los voy a vender para comprar droga. Claro que me gustaría dejarla, ayer se murió un compañero, pero no es fácil…».