Por Jorge Pedro Uribe Llamas
CDMX, 1 de marzo del 2022.- Monumento definitorio del Centro; templo fascinante por encima de cualquier otro en las Américas, con al menos cuatro estilos arquitectónicos en notable armonía; testigo insobornable de nuestros periodos virreinal, independiente y moderno, y hasta prehispánico si nos fijamos bien; mestizo altépetl, isla en la isla; poderoso símbolo del porvenir capitalino, así de incólume, obstinado y polisémico.
Enseguida ocho aspectos (expondríamos más, no deseamos abrumar) sin un orden determinado y procurando apoyarnos más en el amor al conocimiento, origen de todo progreso, que en la erudición, palabra que suena a aridez. Independientemente de las creencias religiosas de cada quien, sirva el presente artículo como una amorosa invitación para redescubrir juntos la Catedral Metropolitana, dedicada a la Virgen de la Asunción, sede de la Arquidiócesis Primada de México.
1. El ambicioso trazado de Arcineaga
Nada menos que la superestrella del diseño arquitectónico de nuestro siglo XVI, quien también trabajó, muy posiblemente, para los conventos dominico y agustino de esta noble y leal ciudad, además de en Actopan y Puebla. Se le relaciona asimismo con el Colegio de Niñas y la iglesia de San Matías, ubicada cerca de su casa, o eso se ha especulado, en Iztacalco, y con el famosísimo Túmulo Imperial por las exequias de Carlos I. Pero la principal aportación de este «arquitecto excelente», según lo califica el cronista Cervantes de Salazar, es el trazado en 1567 de nuestra Catedral, o puede que lo haya hecho un poquito antes. Nos referimos aquí a la actual, y no a la primitiva, húmeda y fría y con techumbre de madera, la cual miraba al poniente y se encontraba unos metros más hacia el sur. «Pobre, vieja, arremendada», la describe sin reparo el fraile Motolinía. Sabemos que la terminaron de derribar en los años veinte del XVII. Es comprensible que para su proyecto, y como era de esperarse para tan relevante ciudad, Arciniega se haya basado en las principales catedrales españolas de la época, como la de Jaén, de magnífico espíritu renacentista: planta rectangular (solo que acá con el ábside poligonal), cinco naves (al principio se quisieron siete, ¡caramba!, como en Sevilla, pero la idea no cuajó, por fortuna: el subsuelo, los sismos), catorce capillas laterales, un altar en el trascoro…
Por sus méritos, Claudio de Arciniega fue nombrado Maestro Mayor de las Obras de Cantería de la Nueva España y por supuesto Maestro Mayor de la Catedral de México, el primero de unos veinte que hubieron de trabajarla con fruición durante ¡casi dos siglos y medio! Un minuto de silencio para el vasco don Claudio, de quien ya solo los estudiosos parecen acordarse, con todo y que varios lo consideran el autor de la Catedral.
2.- Los vestigios de la Catedral primitiva
Por ejemplo, los capiteles de columnas que se asolean y mojan y soportan el peso de no pocos paseantes que se sientan sobre ellos en la esquina surponiente del atrio todos los días, y hacen bien: las piedras son para tocarlas. ¡Con seguridad provienen estas de los meros meros templos de Tenochtitlan! Y no dejemos de mencionar la austera portada principal de aquella vieja Catedral «pobre, vieja, arremendada», que, oh, sorpresa, permanece desde fines del siglo XVII en la cara poniente de la iglesia de Jesús Nazareno, según plausibles hallazgos de María Concepción Amerlinck y Guillermo Tovar. Subsisten igualmente en pleno 2017 tablas de Concha y Pereyns y mosaicos de cerámica vidriada de Talavera… Nuestro sobreviviente favorito, sin embargo, es la pintura atribuida a Martín de Vos en la capilla de Nuestra Señora de las Angustias de Granada, que es probable que haya pertenecido a la primera Catedral.
3.- El cronista de la Catedral
No es cualquier cosa que contemos con uno. Se llama Carlos Vega, es un caballero, de esos que les llama a sus amigos en el día de su santo (el de ellos, se entiende), y forma parte de la Asociación de Cronistas Oficiales de la Ciudad de México. Casi todos los días se le puede ver guiando algún curso, explicando una capilla, con amor y modestia y una sola intención entre ceja y ceja: dar a conocer las bendiciones materiales y simbólicas de la Catedral a todo aquel verdaderamente interesado. Con él hemos tenido ocasión de ad- mirar vestigios mexicas bajando por una estrecha escalera atrás del Sagrario. En uno de los muros se encuentra un petroglifo dentro de un área cuadrangular, de unos ochenta centímetros por lado, con el símbolo circular —círculos con- céntricos— que representa al chalchíhuitl, piedra preciosa, el jade, y que conserva restos de los pigmentos que lo cubrían. Otro similar encontrado cerca de ahí puede verse en un pasillo de las oficinas de la Catedral, relata al respecto Édgar Anaya en su valiosísimo Ciudad de México desconocida (Ediciones Alebrixe, 2010). También por él sabemos que en los sótanos, a corta distancia del Templo del Sol, en un cruce de pasillos en el área de las criptas, alineada con la cúpula y al centro de la gran iglesia, se observa en el piso una rosa de los vientos en un círculo, marcada originalmente para que fuera el punto cero al medir distancias a partir de la capital del país. ¡Maravilloso! Pero volvamos con nuestro cronista Carlos Vega, a quien de seguro le dará gusto que nos acerquemos a él para descubrir más secretos de la Catedral (¿y errores en este artículo?).
4.- El Murillo de la sacristía
Además de las muy estimables obras de arte del mulato Juan Correa y el güerillo Cristóbal de Villalpando, la sacristía de la Catedral encierra otros tesoros que vale la pena conocer: los detalles góticos en las bóvedas (señal estilística de que este espacio fue de los primeros que se concluyeron, junto con la Sala Capitular), los arcángeles sin alas en madera estofada realizados por Manuel de Velasco en 1685, el Cristo de marfil en el extremo norte, la mesa central del xvii, desde luego las cajoneras de caoba del siglo siguiente y el cuadroSan José y el Niño del renombrado Juan Rodríguez Juárez, así como los relicarios. Atención aparte merece La Virgen de Belén atribuida, por Manuel Toussaint, al sevillano Esteban Murillo. ¡Ahí nomás! Se ha dicho que la trajo de España el arzobispo Núñez de Haro y Peralta, habrá que investigar bien. Los sacerdotes más sensibles deben estar fascinados de poder ver esta pequeña pieza cada que se preparan aquí para una misa. En realidad cualquier curioso puede hacerlo con solo pagar diez pesitos. ¿Quién diría que detrás de su portada herreriana y la puerta decorada con símbolos marianos la sacristía es uno de los museos de pintura barroca, sin serlo en realidad, más atractivos de la ciudad?
5.- La cruz de Mañozca
Esta se erguía, a decir del mencionado Toussaint, en el cementerio de la Catedral, frente a la puerta mayor. Original- mente labrada en Tepeapulco, Hidalgo, de ahí se la trajo el arzobispo Juan de Mañozca, de «entre las malezas» y supuestamente con el permiso de los lugareños en la década de los cuarenta del siglo xvii. Ya entonces contaban estos que la había mandado hacer el padre Tembleque, autor del famoso acueducto de Zempoala. Era una cruz muy hermosa de cantera roja, con motivos papales, una corona de espinas y un cráneo y dos canillas cruzadas, a lo mejor semejante a la que aún engalana el atrio de Santa Cruz Atoyac. Cuando a partir de 1792 fue derribada la muralla del cementerio catedralicio, alguien decidió trasladarla al ángulo suroeste del nuevo atrio. Sin embargo, acabaron por arrumbarla al fondo del patio de los canónigos, en el muro que forma la espalda del Sagrario. Y ahí sigue la pobre, ignorada por la mayoría de los amigos que caminan por la calle de Semina- rio. ¡Un brindis por la apocada cruz de Mañozca, ya sin sus formidables relieves (seguro que Tembleque tiembla en su tumba)! Proponemos ir a la cercana cantina Salón España, pródiga en tequilas. Seguro que ahí se nos pasa el coraje.
6.- El autor de la fachadas y los campanarios superiores
El fantasma de José Damián Ortiz de Castro estaría enoja- do si leyera que tomamos a Claudio de Arciniega como el autor de la Catedral Metropolitana. «¡Pero si él sólo la trazó!», replicaría con acento novohispano. Y entonces fuera probable que el vasco superestrella agregara que lo suyo es más trascendente. Ambos igual de importantes, quede claro a nosotros, usufructuarios de un edificio ya termina- do. Ortiz de Castro nació en Coatepec, y entonces podemos imaginárnoslo bebiendo café a todas horas. Al momento de preparar el proyecto, por ejemplo, con el que gana el concurso convocado en 1786 para erigir los campanarios superiores de la Catedral y terminar las fachadas. Fue fácil que ganara si consideramos que ya antes había trabajado para la Casa de Moneda y el monumento conmemorativo de la caída de Tenochtitlan en el atrio de San Hipólito, aparte de que ya daba clases en San Carlos. No era, pues, ningún improvisado. Tampoco José Joaquín García de Torres, pero su proyecto no fue escogido. Y mejor que resultara así por- que acá entre nos el de Ortiz de Castro estaba más padre: «Mediante hábiles adiciones logró conferir a las torres catedralicias armonía de perfil y unidad, que hasta enton- ces les faltaban, y perfeccionar la proporción de las fachadas», opina Guillermo Tovar en su Repertorio de Artistas en México (Grupo Financiero Bancomer, 1996), y añade que la originalidad de los remates en forma de campana fue copiada por quienes construyeron la iglesia de San Miguel Chalma. Claro que ya después habrá de aparecer triunfante don Manuel Tolsá, de acento valenciano, para conferirle a la Catedral un elegante toque neoclásico. De hecho se encargará este escultor de concluirla. ¿Se enojarán los otros dos si lo nombramos a él verdadero autor? ¡Es broma, fantasmas!
7.- Las ventanas a go-go
Así las llama el arquitecto Agustín Piña
Dreinhofer en un texto publicado en México en la culturael 11 de septiembre de 1966. «Aberración y mal gusto» es el subtítulo de tan crispado artículo, y en él se refiere a los vitrales recién colocados por la Comisión Diocesana de Orden y Decoro, y que mayormente continúan en su lugar, pese a los clamores de Piña. Estas «mangueterías irregulares con vidrios de color, que en lo particular me parecen magníficos para un cabaré, pero que en la Catedral representan una verdadera catástrofe», fueron diseñadas por Mathias Goeritz, ni más ni menos, el cual también trabajó, como es bien sabido, en las ventanas de las parroquias de Azcapotzalco y Tlatelolco. Vistas a la distancia, representan todas una interesante contribución del siglo xx al arte religioso. Sin embargo, tales debates tendrían que durar muy poco porque pronto ocurrirá un suceso aún más escandaloso: el incendio de enero de 1967 provocado por un cortocircuito (¡medio siglo este año!). Muchos vieron en él la oportunidad de renovar la Catedral, e incluso se pensó en alterar el trazado de Arciniega, osados ellos, mientras que otros lucharon por dejarla tal como estaba antes. Tenemos noticia de que con el siniestro se perdieron grosso modo el remate del Altar del Perdón, así como esculturas y cuadros, setenta y cinco sitiales del coro, varios libros, las flautas de ambos órganos y la pintura de la cúpula.
8.- Los misteriosos entierros
Misteriosos porque se habla poco de ellos. No las criptas de los Arzobispos, que se pueden visitar pidiendo permiso. Tampoco la tumba del canónigo Miguel de Palomares, hallada el año pasado (¡gran acontecimiento de nuestro siglo XVI!) ni los próceres que fueron transportados después hacia la Columna de la Independencia. Hablamos aquí de san Felipe de Jesús, Gregorio López, Agustín de Iturbide, Anastasio Bustamante y José Vasconcelos, cuyos restos des- cansan, o eso esperamos, en distintos puntos de la Catedral. En el caso del primer santo mexicano se tiene la creencia de que parte de sus restos fueron depositados en la capilla que lleva su nombre. Incluso se ha llegado a decir que si estos fueran exhumados el edificio mismo no podría mantenerse en pie. Mejor ni le movemos. Ahí mismo se encuentran a la vista los huesos de Iturbide en una cajita translúcida, y el corazón del tres veces presidente Bustamante. Personajes difíciles ambos para la narrativa oficial de la historia. Mejor en la Catedral que en la Columna de la Independencia o la Rotonda de las Personas Ilustres. Todos felices así, se pensaría. ¿Lo mismo diríamos de Vasconcelos, que reposa en una capilla que no revelaremos porque ahora le toca averiguarlo al lector? La de Gregorio López sí la decimos: la de las Reliquias. Cerquita del llamado Cristo de los Conquistadores y un considerable Lignum Crucis está enterrado el eremita que según pesquisas de don Artemio de Valle Arizpe fue hijo de Felipe II. Se ha escrito además que aquel vivió en el hospital de Santa Fe que fundó Vasco de Quiroga, y de hecho aún existe su eremitorio, a donde iban a consultarlo encumbrados personajes del siglo xvi, como los judíos Carvajal. Pero ya nos estamos saliendo del tema porque la Catedral da para un montón de historias y curiosidades. La Puerta Santa, la imagen que veneran los peruanos, las contribuciones de Tolsá, ¡el Sagrario!, las campanas, la Capilla de Ánimas que diseñó el insigne Pedro de Arrieta y un etcétera de 6 mil y pico metros cuadrados, 27 mil 300 toneladas y 60 metros de alto. ¿Seremos capaces de aguantar tanto? Nueve puertas nos retan continuamente…