Elon Musk, el Tony Stark del capitalismo extremo, acaba de chocar con la realidad del gasto público. Prometió ahorrar al gobierno estadounidense un trillón de dólares para el final del año fiscal, pero ahora, con cara de “sí pero no”, admite que el ahorro real no pasará de los 150 mil millones. Y eso si uno se cree las cuentas alegres que presentó en su última junta de gabinete. Spoiler: el New York Times no se las creyó.
La cifra, ya de por sí 85% menor a la meta original, está inflada con errores de principiante, ilusiones ópticas contables y el viejo truco de contar ahorros de cosas que ni siquiera iban a pasar. Como cuando dices que ahorraste 500 pesos porque no te compraste los tenis que ni pensabas comprar.
Uno de los supuestos grandes logros del “dream team” de recortadores muskanianos fue cancelar un contrato multimillonario… que no existía. Tal cual. Literalmente presumieron como ahorro el no firmar un papel que nunca se había impreso. Ni Kafka lo habría escrito mejor.
¿Y cuál ha sido el costo real de esta cruzada de austeridad con esteroides? Despidos masivos en dependencias gubernamentales, tijeretazos a la ayuda humanitaria global y un aparato estatal que parece más un queso gruyere que una estructura funcional. Todo bajo la promesa de “transparencia total” y “ahorros imposibles que nadie más se atrevió a intentar”.
Pero el mito del Musk salvador de presupuestos se está desmoronando. Incluso sus aliados más cercanos, que antes le aplaudían hasta los chistes de Twitter, hoy se preguntan si no están viendo una obra de teatro de mal gusto financiada con dinero público.
La moraleja aquí no es nueva: prometer no empobrece, ejecutar sí. Y cuando las decisiones de un gabinete se basan más en ideología que en datos duros, los recortes pueden terminar siendo más dañinos que el gasto mismo. Musk quería romper paradigmas; terminó rompiendo contratos, confianzas y la paciencia de más de un burócrata.
Porque una cosa es buscar eficiencia, y otra muy distinta es disfrazar de eficiencia un desmantelamiento sin rumbo, sin plan y, peor aún, sin resultados comprobables. ¿Recortar gasto público? Claro. ¿Hacerlo con Excel trucho y PowerPoint inflado? No, gracias.