Migrantes en el limbo, la indiferencia en México

Por Bruno Cortés

Jean, un joven haitiano de 25 años, llegó a la Ciudad de México hace seis meses, huyendo de la violencia de pandillas y la pobreza extrema que azotaban su país. Con el corazón acelerado y una mochila gastada al hombro, encontró un refugio temporal en el campamento de Avenida 100 Metros, en la alcaldía Venustiano Carranza, un lugar improvisado donde el aire olía a tierra húmeda y a esperanza agotada. Allí convivía con otros migrantes, principalmente haitianos como él, pero también venezolanos y centroamericanos, todos apiñados bajo lonas raídas, enfrentando el hacinamiento y la falta de agua potable. Las barreras del idioma lo aislaban aún más; su francés y su creole chocaban contra el español rápido y cortante de la ciudad. A pesar de las noches frías y el hambre que mordía, Jean mantenía viva una chispa de ilusión: cruzar a Estados Unidos, donde imaginaba un trabajo estable, una casa pequeña y la paz que nunca había conocido.
Todo cambió el 13 de octubre de 2024, cuando las autoridades llegaron con camiones y megáfonos, ordenando el desalojo del campamento. Prometieron albergues, pero Jean dudó. Había oído rumores de espacios gubernamentales aún peores, con paredes húmedas, comida rancia y guardias que miraban con desprecio. Algunos de sus compañeros, agotados, aceptaron subirse a los camiones; otros, con lágrimas en los ojos, decidieron volver a sus países. Pero Jean no podía rendirse. Sin dinero ni techo, recogió lo poco que tenía y se lanzó al camino rumbo al norte, buscando un futuro que parecía desvanecerse con cada paso.
Se unió a una caravana organizada por activistas, un grupo desordenado de hombres, mujeres y niños que avanzaban bajo el sol abrasador. Al principio, logró subir a un autobús abarrotado, pero cuando los pesos se le acabaron, el asfalto se convirtió en su compañero. Caminaba durante horas, con los pies ampollados, pidiendo aventones a camioneros que a veces lo miraban con lástima y otras con sospecha. En los retenes policiales, las extorsiones eran rutina: «Dame lo que tengas o te devolvemos», le decían, y él entregaba los pocos billetes que guardaba en el calcetín. Una noche, mientras dormía bajo las estrellas en la Sierra Madre, unos hombres armados irrumpieron en el campamento. Gritos, golpes y el sonido de botas contra la tierra llenaron el aire. Robaron mochilas, celulares y dignidad; Jean corrió entre los arbustos, con el corazón en la garganta, escapando por milagro mientras veía a sus amigos caer bajo los puños de los asaltantes.
Semanas después, exhausto y con el cuerpo marcado por el viaje, llegó a Tijuana. El campamento allí no era muy diferente al de la CDMX: tiendas improvisadas, niños descalzos y un murmullo constante de desesperación. Intentó usar la app CBP One para pedir asilo, pero las políticas migratorias de 2025, endurecidas bajo la administración Trump, habían convertido las citas en un sueño inalcanzable. La espera lo carcomía, y la idea de cruzar ilegalmente comenzó a rondarle. Conoció a un coyote en una calle polvorienta, un hombre de mirada dura que prometió llevarlo al otro lado por un precio imposible. Esa noche, bajo una luna tenue, Jean se lanzó al desierto, con el sudor pegándole la camisa a la espalda. Pero las luces de la patrulla fronteriza lo encontraron rápido. Corrió hasta que los pulmones le ardieron, solo para ser atrapado y empujado a una celda fría, donde el suelo de concreto y la comida escasa le recordaron que su lucha aún no terminaba.
Lo deportaron de vuelta a México con una advertencia y un formulario arrugado en la mano. En Tijuana, se unió a una protesta en la frontera, gritando junto a cientos de voces que pedían ser escuchadas. El gas lacrimógeno llovió sobre ellos, y los golpes de los escudos lo tumbaron. La policía mexicana lo arrestó, y pasó otra noche en una celda, con el eco de las sirenas como única compañía. Al salir, lo intentó de nuevo, esta vez cruzando un río helado que le caló los huesos. Pero las luces lo encontraron otra vez, y el ciclo se repitió: detención, interrogatorios, promesas vacías.
Tras semanas de idas y venidas, un juez en Texas le dio una oportunidad frágil: quedarse en Estados Unidos mientras su caso de asilo se resolvía. Le pusieron un monitor en el tobillo, un recordatorio constante de su libertad a medias, y le ordenaron reportarse cada mes. Encontró trabajo fregando platos en un restaurante, un lugar ruidoso donde el vapor de la cocina le quemaba las manos, pero donde cada dólar ganado le devolvía un poco de dignidad. Vivía con el miedo de una deportación colgando sobre su cabeza, pero también con gratitud por estar, aunque fuera temporalmente, en la tierra que había soñado.
Mientras Jean fregaba ollas en Texas, en la Ciudad de México miles seguían esperando. Cientos, tal vez miles, de haitianos, venezolanos, hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y cubanos llenaban campamentos y albergues, con los haitianos destacando entre ellos, quizás varios cientos solo en la capital. Algunos albergues, como los de ONG en Tabasco, ofrecían camas limpias y un plato caliente, pero muchos otros, gestionados por el gobierno, eran un caos de cuerpos amontonados, baños rotos y guardias indiferentes. Las políticas migratorias, cada vez más duras, y el creciente número de desesperados dejaban a los migrantes atrapados en un limbo que dolía en el alma. La historia de Jean era solo un hilo en ese tejido inmenso, un eco de resiliencia en medio de un sistema que parecía diseñado para olvidar.

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