Texto Cecilia González, escritora y periodista.
El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador quiere obligar a los periodistas a decir abiertamente si están a favor o en contra de su Gobierno. A que tomen una posición.
Para él, no hay más opciones. Cualquier atisbo de imparcialidad, de crítica, de escepticismo, por más honesto que sea, es peor incluso que ser un declarado opositor.
Sus cuestionamientos a los medios fueron recurrentes durante sus tres campañas presidenciales en las que, tal y como ha ocurrido en el resto de la región, la prensa tradicional lo denostó por ser un político de izquierda. En la inmensa mayoría de los casos, las campañas mediáticas en su contra estuvieron plagadas de mentiras y manipulaciones que, a la larga, degradaron la credibilidad de ese tipo de periodismo.
En 2018, en su tercera postulación, por fin ganó. Desde entonces se convirtió en un presidente que confunde su investidura, que no asume que ocupa el puesto de mayor poder político en un país en el que los periodistas son blanco permanente de ejecuciones, amenazas, persecuciones y presiones. Y la mayoría de esas agresiones provienen, justamente, por parte de representantes del Estado.
López Obrador azuza de manera permanente la estigmatización en contra de todo aquel periodista que se atreva a investigar y revelar aspectos negativos de su Gobierno. Que haga preguntas incómodas. Los mete en la misma bolsa de aquellos que de verdad son opositores o están enojados porque dejaron de recibir millonarias prebendas. Y no, no son lo mismo.
Desde Palacio Nacional, López Obrador azuza de manera permanente la estigmatización en contra de todo aquel periodista que se atreva a criticar, investigar y revelar aspectos negativos de su Gobierno. Que haga preguntas incómodas. Los mete en la misma bolsa de aquellos que de verdad son opositores o están enojados porque dejaron de recibir millonarias prebendas. Y no, no todos son lo mismo.
Una de las víctima más recientes de los ataques presidenciales es Carmen Aristegui, una de las escasas periodistas que puede presumir una trayectoria congruente, alejada de las «mafias» que el presidente suele denunciar. Y que (en eso tiene razón) existían en la prensa a fuerza de sobornos y un aceitado entramado de corrupción.
Al ataque
«Carmen Aristegui engañó durante mucho tiempo, simulaba, está a favor del bloque conservador», acusó el viernes López Obrador, enojado porque el portal de la periodista difundió un reportaje de Latinus y Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, medios dirigidos por personajes que tienen una clara agenda política que busca horadar (hasta ahora sin éxito) a López Obrador.
Uno de ellos es Carlos Loret de Mola, un famoso y millonario periodista que ha enfrentado procesos judiciales por haber participado en los montajes mediáticos que organizaba el exsecretario de Seguridad Genaro García Luna, quien hoy está preso en EE.UU. acusado de complicidad con el Cártel de Sinaloa. El otro es Claudio X. González, un empresario reconvertido en enemigo acérrimo del presidente.
El reportaje «denuncia» que José Ramón López Beltrán, hijo de López Obrador, y su esposa, Carolyn Adams, han vivido en dos propiedades en Houston, una valuada en un millón de dólares y otra en 371.000 dólares, además de que usan una camioneta de 68.000 dólares. La primera casa la rentaron a un contratista de la estatal Petróleos Mexicanos. Se sugiere, sin demostrar, corrupción o conflictos de intereses, aunque el hijo del presidente no tiene ningún cargo público. El texto mismo reconoce que la rica de la pareja es la esposa. La crítica central es que este estilo de vida no corresponde con la austeridad pregonada por el presidente. Y eso, por ahora, no es ningún delito.
Las falencias del trabajo son evidentes, tanto como la intencionalidad política. Que Aristegui lo haya retomado es una decisión editorial que puede gustar o no, con la que se puede estar de acuerdo o no, que se puede criticar o no. Pero de ninguna manera alcanza para desacreditar una trayectoria de más de tres décadas en las que ha ejercido un periodismo incómodo, serio, crítico y profesional que le valió presiones de las empresas periodísticas para las que trabajaba y que no querían pelearse con el Gobierno de turno. Por eso padeció la censura durante las presidencias de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto.
Pero López Obrador prefiere olvidar la persecución sufrida por Aristegui, así como su defensa por la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión, para ubicarla dentro del «bloque conservador», «el hampa del periodismo» que se opone a su Gobierno.
Pero López Obrador prefiere olvidar la persecución sufrida por Aristegui, así como su defensa por la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión, para ubicarla dentro del «bloque conservador», «el hampa del periodismo» que se opone a su Gobierno.
«Conocí gente que veía en Carmen Aristegui al modelo de comunicación a seguir, la paladina de la libertad», agregó el presidente en un afán de desacreditarla frente a la audiencia masiva que a diario escucha sus conferencias de prensa.
El debate sobre la prensa en México, otra vez estalló.
Definiciones
Las diatribas presidenciales fueron aplaudidas por sus fervientes seguidores, muchos de los cuales, como suele ocurrir, comenzaron una instantánea campaña de odio contra Aristegui en redes sociales, con todo tipo de insultos incluidos. Campañas violentas que, por cierto, López Obrador jamás condena.
Sus dichos también fueron utilizados por varios de sus enemigos, quienes se erigieron en repentinos defensores de la libertad de prensa. Raro, porque muchos de ellos son los mismos que mantienen precarizados a reporteros; que han degradado al periodismo con sus coberturas mentirosas, su periodismo faccioso y que jamás han participado en las marchas o movilizaciones para denunciar las violencias contra el gremio, ni se han solidarizado de forma alguna con los trabajadores de prensa víctimas de todo el país. Son oportunistas que sólo salen a exhibir una falsa indignación para atacar políticamente al presidente.
La confusión y la radicalización reinan. En su afán de ver la realidad en blanco y negro, de negar los matices, de imponer el: «o estás conmigo o estás contra mí», López Obrador exacerba ánimos en lugar de convocar a un debate de altura. Las voces mesuradas que intentan abordar el conflicto en su complejidad no tienen mucho espacio.
Este lunes, el presidente volvió al ataque.
«Se generó esta polémica porque ejercí mi derecho de réplica», dijo. Se equivocó. Derecho de réplica es responder, no agraviar, no descalificar, no insultar, no difamar. Lo que hace desde el Palacio Nacional es un abuso de poder que deriva en promoción de la violencia.
«Ya no es tiempo para simular la neutralidad. En un proceso de transformación no aplica eso de: ‘soy independiente’, o ‘no tengo partido’, o ‘soy objetivo’, todo ese cuento», agregó, reforzando la dañina visión binaria que cierra la puerta a la pluralidad y que convierte en «adversarios» a quienes no necesariamente lo son. Quien piensa diferente, quien tiene otra opinión, automáticamente es colocado en el bando «enemigo».
«Por la libertad y la dignidad se puede y se debe ofrecer hasta la vida, y esto podría ser un referente para el periodismo», señaló en una frase que, mínimo, suena desafortunada en un país en el que han sido asesinados 150 periodistas, cinco de ellos este año.
«¿Cómo quedarnos callados cuando se calumnia? ¿Por qué me voy a quedar callado? ¿No soy libre? ¿Voy a aceptar que mientan, que calumnien? ¿Que dañen el proyecto de transformación?», se preguntó. No, presidente, no se trata de que se quede callado, sino de que el tono de sus respuestas incita a la violencia y muta en ataques a la libertad de expresión.
Somos muchos los que no queremos ejercer un periodismo oficialista. Tampoco opositor. Porque no creemos que apoyar o atacar a un Gobierno sea el principal objetivo de nuestro oficio. Apostamos por el equilibrio, por la diversidad de miradas, por el análisis crítico, incluso a costa de equivocarnos de vez en cuando.
«Actualmente se tienen libertades plenas, no se reprime a nadie, no es lo mismo que antes», aseguró. Pero las familias de los 29 periodistas asesinados durante sus tres años y dos meses de Gobierno no deben estar de acuerdo. Tampoco los colegas que cotidianamente son amenazadas, perseguidos, censurados, atacados sin que el mecanismo de protección federal cumpla con su cometido.
«El que más nos daña es el supuestamente independiente y plural, porque el otro pues ya la gente sabe que es opositor. Ese confunde, engaña a muchos, basta de simulación, de hipocresía, eso es parte del conservadurismo, ¿por qué no tomar decisiones? Eso no significa convertirse en aplaudidor», afirmó, a pesar de que es evidente que eso es a lo que aspira: a que los periodistas aplaudamos incondicional y acríticamente su Gobierno.
Y pues no. Somos muchos los que no queremos ejercer un periodismo oficialista. Tampoco opositor. Porque no creemos, no queremos que apoyar o atacar a un Gobierno sea el principal objetivo de nuestro oficio. Apostamos por el equilibrio, por la diversidad de miradas, por el análisis crítico.
Pero el presidente no lo entiende. No lo acepta. Y se lanza al ataque e incita linchamientos de cualquiera que no milite a su favor.
Respuesta
Uno de los costados más deplorables del discurso presidencial es que envalentona a comunicadores que se volvieron incondicionales del Gobierno y que no escatiman violencia verbal para dirigirse a todo aquel que es calificado como «adversario» en las conferencias de prensa. Con un autoadjudicado sentimiento de superioridad moral levantan el dedo y, montados en un atril imaginario, dan lecciones de periodismo a partir de (falsas) verdades absolutas. Y, sobre todo, insultos. Si no pensamos como ellos, si no defendemos al Gobierno, somos «de derecha», «conservadores», «neoliberales», «chayoteros» (corruptos).
Aristegui respondió en otro tono. Para empezar, aclaró que no hará campaña alguna para que la gente vote en contra de López Obrador en la consulta de revocación de mandato, como la acusó el propio presidente.
«Se ha referido a mí otra vez de manera muy agresiva. No parece percatarse el presidente de que detenta un poder enorme y de que sus agresiones y sus dichos pretenden denostar la trayectoria y el prestigio periodístico, que son fundamentales para una periodista como yo, que tenemos como principal activo una credibilidad», explicó.
Aristegui reconoció que ella y todos los periodistas por supuesto que estamos sujetos al escrutinio público. De ninguna manera somos intocables. Pero de eso a que un presidente use los recursos públicos para denostarla (no sólo para desmentirla), hay un abismo. Por eso es discutible el criterio de algunos analistas que colocan en posiciones equiparables el poder político de López Obrador y el mediático de Aristegui. De ninguna manera son comparables.
«El trabajo de los periodistas es importante en las democracias. Puede resultar odioso, antipático, incómodo, pero a final de cuentas tenemos una tarea. La información, los ejercicios de debate de interés público, la crítica, son ingredientes básicos en las democracias que permiten observar lo que ocurre en el ejercicio público. Los gobernantes, en general, son figuras importantísimas para una sociedad y tienen derecho a hacer sus tareas. Las circunstancias que envuelven al ejercicio del poder requiere miradas críticas que no resultan simpáticos al poder», concluyó, y con razón. Aunque haya tantas resistencias a entenderlo.