Beber un refresco azucarado es un hábito común para muchos, pero detrás de ese gesto cotidiano se esconde un proceso químico que puede tener serias repercusiones en la salud. Desde el momento en que la bebida entra en tu cuerpo, una serie de reacciones comienzan a desarrollarse, impactando diferentes sistemas y órganos.
En los primeros diez minutos, tu cuerpo recibe una dosis masiva de azúcar, aproximadamente diez cucharaditas, superando con creces la ingesta diaria recomendada. El ácido fosfórico presente en los refrescos neutraliza el dulzor extremo, permitiendo que el organismo lo tolere sin provocar vómitos. A los veinte minutos, los niveles de glucosa en sangre aumentan rápidamente, obligando al páncreas a liberar insulina, lo que convierte el exceso de azúcar en grasa, principalmente en el hígado.
Para quienes llevan un estilo de vida sedentario, este proceso puede conducir a un almacenamiento de grasa no deseado, aumentando el riesgo de obesidad y enfermedades metabólicas. Cuarenta minutos después, la cafeína ha sido absorbida por completo, estimulando la liberación de más azúcar en el torrente sanguíneo y bloqueando los receptores de adenosina en el cerebro, lo que evita la somnolencia.
Una hora después de haber consumido el refresco, el cuerpo experimenta un «crash de azúcar», que puede causar irritabilidad, cansancio y dificultad para concentrarse. Además, el ácido fosfórico se une a minerales esenciales como el calcio, magnesio y zinc, impidiendo su absorción y contribuyendo a la disminución de la densidad ósea, lo que incrementa el riesgo de osteoporosis.
El consumo habitual de bebidas azucaradas está relacionado con diversas enfermedades crónicas, incluyendo obesidad, diabetes tipo 2 y problemas cardíacos. Aunque un refresco ocasional no representa un peligro significativo, su consumo frecuente puede tener consecuencias graves para la salud a largo plazo.