Por Bruno Cortés / Imagen by Grok AI
En los mercados de la Ciudad de México, como La Merced y La Central de Abasto, la presencia haitiana es palpable. Cada mañana, bajo el sol o la lluvia, hombres y mujeres de Haití trabajan como carretilleros, cargadores, despachadores y hasta pequeños comerciantes, transformando los espacios comerciales con su ritmo y su cultura. Aquí, en medio de las piñatas y los moles, se escucha el criollo haitiano mezclado con el español mexicano, creando un tapiz cultural único y vibrante.
En la colonia Juárez, se ha convertido en un punto de encuentro para muchos de estos migrantes. Las calles, antes solo transitadas por locales y turistas, ahora son testigos de pequeños campamentos y reuniones donde se comparten historias de viaje y sueños de una vida mejor. Las ONG locales, como Casa Tochan, han abarrotado sus capacidades, ofreciendo no solo refugio sino también esperanza y un sentido de comunidad.
La vida cotidiana de estos haitianos es una mezcla de esfuerzo y adaptación. En los mercados, hombres como France Nore y Mackinson Joseph han encontrado un medio para sobrevivir, barriendo suelos y empacando productos, con la esperanza de ahorrar lo suficiente para traer a sus familias o establecerse más permanentemente. Su presencia ha transformado estos mercados no solo económicamente sino también socialmente, aportando una diversidad que enriquece a la ciudad.
Sin embargo, no todo es fácil. La barrera del idioma es una lucha diaria; muchos hablan francés o criollo, y el español que aprenden es a menudo en la práctica, lo que complica sus interacciones y su integración. Además, la espera por el asilo en Estados Unidos se siente como una eternidad, con solo el 5% de las solicitudes de asilo siendo resueltas positivamente, lo que deja a muchos en un limbo migratorio.
En el Zócalo y otras plazas de la capital, se han visto manifestaciones de haitianos pidiendo una respuesta más humana y eficiente por parte de las autoridades mexicanas. La vida en la calle, aunque temporal, ha mostrado la fortaleza y la unidad de esta comunidad. Los niños juegan entre tiendas de campaña mientras los adultos discuten estrategias para acelerar sus trámites o buscar alternativas para quedarse en México.
La integración no es solo una cuestión de supervivencia; es también de aportar y recibir. En Tláhuac, por ejemplo, la comunidad haitiana ha encontrado formas de expresar su cultura a través de la música y la comida, organizando sonideros donde el konpa dirèk se mezcla con la cumbia, creando un intercambio cultural que es tanto celebrado como observado con curiosidad por los locales.
A pesar de las adversidades, hay historias de éxito. Gente como Edith Ossias, que trabaja en la cocina de Doña Chole, ha logrado encontrar un espacio donde no solo sobrevive sino que también sueña con estudiar enfermería, aportando así a la sociedad que la ha acogido. Estos pequeños logros son faros de esperanza en una comunidad que, aunque a menudo invisible para muchos, está dejando una marca indeleble en la CDMX.
Finalmente, la Ciudad de México se ha convertido en un espejo de la diáspora haitiana, reflejando no solo sus luchas sino también su resiliencia y su capacidad para adaptarse y transformar. Cada haitiano que camina por sus calles es un recordatorio de la humanidad en movimiento, buscando no solo un lugar donde vivir, sino un lugar donde sentirse en casa.