El 6 de agosto de 1945, una fecha que quedará grabada en la historia, Estados Unidos lanzó la primera bomba nuclear sobre Hiroshima, cobrando la vida de más de 70,000 personas de inmediato. Aquella orden provino del presidente Harry S. Truman y fue ejecutada por el bombardero B-29, Enola Gay, que dejó caer la bomba de nombre en código «Little Boy». Hiroshima fue elegida por su relevancia militar. Aunque el impacto inmediato fue devastador, tres días después, la historia se repitió en Nagasaki.
Para aquellos que sobrevivieron, bautizados como hibakusha, la pesadilla apenas comenzaba. Los relatos, como el de Yasuaki Yamashita, sobreviviente de Nagasaki, resuenan con el miedo persistente a las consecuencias de la radioactividad y la posibilidad de trasmitir sus efectos a las futuras generaciones. Este colectivo, más que pedir disculpas, anhela un compromiso global hacia el desarme nuclear.
Tras la detonación, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) no tardó en visitar Hiroshima. Lo que encontraron fue un panorama desolador: el 80% de la ciudad arrasada, hospitales en ruinas y una necesidad imperante de asistencia. Su respuesta fue inmediata, brindando medicamentos y soporte a los afectados.
Hoy, más de siete décadas después, la voz de los hibakusha sigue siendo fundamental. Mientras Estados Unidos contempla la política de «no ser el primero en usar» armas nucleares, lo que marcaría un giro radical en su postura actual, el recuerdo de Hiroshima y Nagasaki persiste como un recordatorio de la necesidad de un mundo sin armas nucleares.
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