Los retos logísticos del turístico Tren Maya, el incremento del costos, las protestas de ecologistas y exigencias de comunidades indígenas son desafíos que el Gobierno de México confía en superar para inaugurar la obra en 2024.
La singular belleza selvática, las playas del Caribe de arenas blanca con aguas color turquesa, la riqueza arqueológica y la diversidad cultural de comunidades indígenas despertaron desde hace tres décadas la codicia, que desencadenó un crecimiento desordenado que desequilibró el frágil ecosistema peninsular.
«Desde que se anunció esta megaobra, por la dimensión del proyecto y la intención de terminarlo en tiempo récord, quedó sujeta a posibles errores con consecuencias irreversibles, irreparables, no solo por los posibles sobrecostos», dijo en entrevista el ecologista Gustavo Ampugnani, director ejecutivo de Greenpeace en México.
El principal proyecto de infraestructura, desarrollo socioeconómico y turismo sostenible del Gobierno, contempla una inversión que creció de 7.000 millones de dólares originales a casi 10.000 millones de dólares para un ferrocarril de 1.550 kilómetros, a cargo de las firmas Alstom de Francia y Bombardier de Canadá.
Desde 2019, junto con académicos y representantes de sectores sociales, Greenpeace firmó una carta al presidente Andrés Manuel López Obrador, manifestando la preocupación por este tipo de proyecto.
Las comunidades indígenas y ambientalistas expresaron «la necesidad de un estudio que pudiera estimar los impactos ecológicos y culturales sobre el patrimonio arqueológico que el Tren Maya podría llegar a tener», prosigue Ampugnani.
La red ferroviaria conectará a los principales centros arqueológicos de la ancestral cultura maya, con selvas singulares que crecieron sobre sólidas tierras pedregosas y rocas calcáreas, con muy delgadas capas vegetales.
Avance urbanista sobre tierra frágil
La premura llevó a las autoridades a realizar una consulta muy rápida, que fue muy criticada por la falta de explicación y poca amplitud en la convocatoria.
«Las obras se echaron a andar sin valorar su impacto», dice el responsable de la organización.
El foco de la preocupación ecologista es mucho más amplio y ha estado fuera de la conversación sobre el megaproyecto.
La península de Yucatán viene sufriendo un proceso de desarrollo muy rápido desde los años 1990.
«Es un proceso que ha tenido varios frentes, como el marco jurídico regulatorio, asociado a los cambios en la Ley Agraria de 1992, cuando el Gobierno cambió las reglas del juego sobre la propiedad de la tierra y favoreció la privatización de la propiedad social colectiva» de comunidades indígenas, prosigue el experimentado ambientalista.
Ocurrió una fragmentación del territorio de las comunidades indígenas, que vendieron sus parcelas.
Detonó así un intenso y vertiginoso cambio en toda la península en tres ejes: crecimiento urbano desmedido, invasión turística; y avance de la agroindustria, con grandes proyectos de energía renovables.
En primer lugar, explica en entrevistado, ocurrió «una tendencia a la urbanización sin control, sin respetar límites».
La colonización avanzó sobre terrenos dedicados antes a la producción de alimentos, incluso sobre algunas zonas protegidas para la conservación.
En segundo lugar, prosigue, ocurrió lo que algunos investigadores llaman «el tsunami turístico».
El desarrollo de enclaves de lujo devastó las playas y alcanzó zonas protegidas: el ejemplo más claro es la «colonización de la franja costera llamada Riviera Maya, al este de la península, que empieza en Cancún y se ahora extiende hacia más allá de Tulúm, casi llegando a Chetumal».
Una enorme extensión territorial selvática y manglares donde se reproducía la fauna marina, aves y especies terrestres amenazadas fueron privatizadas a lo largo de las playas paradisíacas.
Al proyecto se sumó ahora la construcción de un aeropuerto internacional en Tulúm, con una base militar.
Esa antigua ciudad maya enclavada sobre un acantilado «era un pueblo pequeño que recibía turismo de bajo impacto ambiental, que se urbanizó a toda velocidad», lamenta.
«Las regulaciones han sido muy laxas en zonas que deberían ser conservadas y sujetas a regulaciones estrictas que separen las zonas verdes con biodiversidad, de las zonas grises de las manchas urbanas», denuncia Ampugnani.
El tercer proceso fue la agroindustria y la proliferación de parques generadores de energías renovables.
Inversionistas con conexiones en el Gobierno hicieron proliferar granjas porcinas, cultivos de soya y sorgo para ganado, con impacto ambiental devastador.
Esa actividad degradó los mantos acuíferos de agua dulce, que corren por las rocas calcáreas con respiraderos, llamados cenotes, otro atractivo turístico.
Además fueron introducidos exógenos, como maíz híbrido, palma africana, y caña de azúcar.
«Lo que esperábamos era que esta administración observara las consecuencias del modelo anterior de mal desarrollo, en vez de emprender un megaproyecto que no es diferente y solo lo estimula», subraya el líder ecologista.
El tren moderno de última generación, «solo llegará a articular la expansión urbana, turística e industrial, con una vía de comunicación mucho más rápida, y la península de Yucatán como se conocía hace 30 años finalmente desparecerá», puntualiza.
Sobre ese entramado cruzará el ferrocarril emblemático, que el Gobierno defiende a capa y espada como un camino al desarrollo.