En los rincones del arte, pocos nombres resuenan con la fuerza de Miguel Ángel. Nacido en 1475 en Caprese, cerca de Arezzo, en la Toscana italiana, este hombre se convirtió en sinónimo de la grandeza artística del Renacimiento. Desde muy joven, su vida estuvo destinada a la creación, estudiando con maestros como Domenico Ghirlandaio y viviendo bajo el mecenazgo de la poderosa familia Medici en Florencia. La historia cuenta que su pasión por la escultura nació entre las canteras de mármol de Settignano, donde su nodriza era la esposa de un picapedrero.
La primera obra que lo catapultó a la fama fue «La Piedad» (1498-1499), esculpida para la Basílica de San Pedro en Roma. Esta escultura, que muestra a la Virgen María sosteniendo el cuerpo inerte de Jesús, es una maravilla de técnica y emoción, donde Miguel Ángel demostró su habilidad para capturar la belleza y el dolor en el mármol. La anécdota detrás de esta pieza es tan fascinante como la escultura misma; se dice que Miguel Ángel, irritado por las dudas sobre su autoría debido a su juventud, firmó su nombre en la cinta que atraviesa el pecho de María, un acto que luego lamentó.
Pero si hablamos de obras icónicas, el «David» (1501-1504) es quizás la más emblemática. Este gigante de 5 metros de altura, actualmente en la Galería de la Academia de Florencia, no solo es un logro técnico por la complejidad del bloque de mármol, sino también un símbolo del humanismo renacentista, representando la victoria de la inteligencia y la virtud sobre la fuerza bruta. Se dice que Miguel Ángel escogió el bloque de mármol más desafiante, uno que había sido rechazado por otros escultores, para demostrar su maestría.
La Capilla Sixtina es otro capítulo glorioso en su biografía. Entre 1508 y 1512, Miguel Ángel, que se consideraba más escultor que pintor, fue convencido por el Papa Julio II para pintar la bóveda. Lo que emergió fue una narrativa visual del Génesis, con figuras de una belleza y dinamismo sin precedentes, dando vida a profetas, sibilas y escenas bíblicas con una vitalidad que parece desafiar el tiempo. La anécdota más curiosa es que Miguel Ángel pintó las figuras originalmente desnudas, lo que causó controversia y llevó a que posteriormente fueran «vestidas» por otro artista, ganándose este el apodo de «Il Braghettone» (el tapaculos).
Su personalidad era tan intensa como su arte. Conocido por su «terribilità», un término que captura su vigor, intensidad y creatividad, Miguel Ángel no era ajeno a la controversia. Era conocido por su mal carácter, su desprecio por la pintura (prefiriendo la escultura), y su hábito de trabajar solo, lo que a menudo lo llevaba a conflictos con mecenas y otros artistas. Sin embargo, su genio era indiscutible, atrayendo el respeto y la admiración de sus contemporáneos, quienes lo llamaban «Il Divino».
En su madurez, Miguel Ángel se dedicó también a la arquitectura, diseñando la cúpula de la Basílica de San Pedro, entre otros proyectos. Fue en Roma donde vivió sus últimos años, falleciendo en 1564 a la edad de 88 años. Una anécdota menos conocida es que, a pesar de su fama, Miguel Ángel vivió una vida bastante austera, incluso avara, acumulando riquezas que nunca disfrutó plenamente.
A lo largo de su vida, Miguel Ángel también fue poeta, dejando versos que reflejan su lucha interna y su visión del arte y la vida. Sus poemas, llenos de introspección y pasión, muestran una faceta más personal del artista, revelando un hombre que, detrás de su fachada de genio divino, era profundamente humano.
El legado de Miguel Ángel no solo se mide en las obras que dejó, sino en cómo cambió la percepción del arte, mostrando que la belleza, la fuerza y la espiritualidad podían coexistir en una sola creación. Sus obras siguen siendo estudiadas, admiradas y debatidas, manteniendo viva la esencia del Renacimiento en cada línea, cada curva y cada color que dejó en el mundo.