El Fugitivo de los Labios Amenazantes

Foto y Texto Por Bruno Cortés

En el vasto y ajetreado teatro de la existencia, donde los corazones se ofrecen y se retiran con la facilidad de un trueque callejero, existía un hombre peculiar, un alma nómada cuya única constante era la inconstancia. No era un sibarita de afectos, ni un gourmet de lechos ajenos. Para él, cualquier mujer podía ser la musa fugaz de una noche, cualquier habitación de hotel, el efímero puerto de su deriva. Dormía donde la noche lo alcanzaba, a veces solo, a veces no, pero siempre reservándose el derecho de alzar la barrera invisible cuando la permanencia amenazaba con echar raíces.

Su equipaje emocional era ligero, una maleta perpetuamente lista para ser cerrada al menor atisbo de un lazo duradero. Un adiós, pronunciado con la naturalidad de quien pide la hora, era su conjuro contra la promesa implícita en una mirada demasiado intensa, en un susurro que insinuaba un futuro compartido. Un taxi a la estación era su fiel corcel de huida, el vehículo que lo arrancaba de la incipiente calidez de un hogar transitorio.

Pero no era un hombre insensible. En el fondo de su errante corazón, latía la conciencia de la fragilidad de los afectos, la punzante belleza de un instante compartido. Quizás, en algún recodo de su memoria, guardaba el eco de unos labios que alguna vez amenazaron con devorarle el alma, un recuerdo tan vívido que actuaba como un resorte, activando la señal de alarma interna que lo impulsaba a escapar hacia otra dirección, hacia otro rostro desconocido.

Se decía, con una sonrisa torcida que evocaba al mismísimo diablo recogiendo a un alma descarriada, que había pasado dos noches en Sodoma, no por vicio, sino por curiosidad antropológica. Y que su pensión en Gomorra había sido tan anodina como cualquier otra. Incluso recordaba su breve exilio del paraíso, un lugar que, paradójicamente, le había resultado asfixiante en su perfección inmutable.

Un día, mientras huía de unos ojos color café que prometían un amor eterno en una sola mirada, notó algo inusual en el taxi que lo alejaba a toda velocidad. Por el retrovisor, vio cómo la mujer de la ventana comenzaba a desdibujarse, no por la distancia, sino porque su recuerdo se evaporaba a medida que él se alejaba. No era olvido, sino una especie de licuefacción de la memoria, como si el propio aire de la ciudad se llevara consigo los rastros de sus encuentros efímeros.

En otra ocasión, al despedirse de una pelirroja de risa contagiosa, notó que la llave de la habitación del hotel se transformaba en una pluma ligera, que al soltarla, ascendía danzando hasta desaparecer en el cielo. Era como si los lugares que habitaba brevemente no pudieran retener la materialidad de su paso, convirtiendo sus estancias en meros sueños fugaces.

Y así continuaba su peregrinaje, un eterno transeúnte en el laberinto de las relaciones humanas. Si alguna vez se cruzaba con alguien en el camino, su consejo tácito era claro: no preguntes a dónde voy. Sus ojos, espejos de una búsqueda perpetua, revelarían la verdad de su ser escurridizo. No importaba que cerraran la puerta; él encontraba la manera de colarse por el balcón de la existencia, dejando al día siguiente solo el vacío de su partida en el lecho ajeno.

Su adiós era una melodía recurrente, un estribillo en la banda sonora de su vida. Un gesto mecánico al tomar su chaqueta, al pedir otro taxi para otra estación, símbolo de un nuevo comienzo que inevitablemente culminaría en otra despedida. Pagaba lo justo, sin dejar propinas para fantasmas de futuros encuentros. Tomaba su sombrero, un aditamento que le confería un aire de misterio y de viajero incansable, y se marchaba, dejando tras de sí la estela intangible de su breve presencia.

Quizás, en algún rincón olvidado de su alma, anhelaba detenerse, echar raíces en un corazón y un hogar. Pero el miedo a ser devorado, a perder su preciada libertad en las fauces de un amor posesivo, era un fantasma demasiado poderoso. Así que seguía huyendo, coleccionando despedidas como otros coleccionan sellos, cada una un testimonio de su incapacidad, o quizás su elección, de permanecer.

Y en cada estación, al subir a un nuevo tren que lo llevaría a otro destino incierto, una pequeña voz en su interior, ahogada por el ruido de los vagones y el eco de sus propios adioses, se preguntaba si algún día encontraría un puerto donde el corazón no amenazara, donde la partida no fuera la única certeza.

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