Por Bruno Cortés
La política, en su dramaturgia, nos ha presentado un episodio digno de una telenovela. El protagonista, Samuel García, con aspiraciones presidenciales y un cargo gubernamental en jaque, nos ha dado una lección de cómo no navegar en las turbulentas aguas de la política mexicana.
Su ambición lo llevó a tomar una decisión precipitada: solicitar licencia para postularse a la presidencia. Pero el tiempo y la ley, implacables, se alinearon en su contra. La Constitución es clara: debe renunciar a su puesto seis meses antes de las elecciones, un plazo que Samuel ignoró imprudentemente.
El Congreso de Nuevo León y el Poder Judicial local jugaron sus cartas, suspendiendo su licencia y dejando en el aire su futuro político. Mientras tanto, Luis Enrique Orozco, nombrado gobernador interino, esperaba en las sombras.
La estrategia de García se desmoronó como un castillo de naipes. A pesar de sus doctorados en derecho y sus intentos de maniobrar en los entresijos legales, se encontró con un muro insuperable: la ley. La Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Tribunal Federal Electoral respaldaron la decisión del congreso local.
Su última jugada, intentar impugnar la suspensión y retomar el cargo, resultó en un espectáculo público de confusión y desorden, culminando con su retirada silenciosa del Palacio de Gobierno.
En este escenario, la verdadera ganadora es la democracia. El intento de García de jugar a dos bandas, manteniendo su gubernatura y buscando la presidencia, fue un fracaso. Además, su alianza no confesada con López Obrador para restar votos a la juventud, también cayó en saco roto.
En resumen, Samuel García, atrapado en su propio juego de manipulaciones y traiciones, ha perdido su gubernatura y su camino a la presidencia. Una lección dura pero necesaria sobre los límites del poder y la importancia del respeto a la ley.