Texto y fotos Buno Cortés
El Mictlán, un término que evoca tanto la curiosidad como el respeto reverencial en la mitología mexica y nahua, es el inframundo, un reino distante y multifacético que alberga las almas de los difuntos. A diferencia de los cielos celestiales y sus promesas de eterna dicha, el Mictlán ofrece un recorrido por la introspección y el entendimiento profundo de la existencia.
Para los antiguos mexicanos, la muerte era el comienzo de un viaje espiritual de cuatro años, un peregrinaje a través de nueve niveles subterráneos, cada uno un espejo de pruebas y enseñanzas. Desde el primero, Tlaquetzallah, donde el alma confronta la realidad de su transición, hasta el último, Chiconahualoyan, la tierra de la niebla eterna, los niveles representan un descenso hacia el entendimiento final.
El viajero espiritual no estaba solo en esta odisea. Según la tradición, un xoloitzcuintle, el can sagrado de México, fungía como guía y compañero, reflejando la creencia de que los animales eran puentes entre los mundos visible e invisible.
Los habitantes del Mictlán son tan variados como sus niveles. Deidades como Mictlantecuhtli y su consorte Mictecacíhuatl presiden este dominio, mientras criaturas como las Tzitzimimeh, entidades celestiales temibles, moran en las oscuras profundidades del inframundo, recordando a las almas la fragilidad de la existencia terrenal.
En la actualidad, la mitología del Mictlán resuena aún en la celebración del Día de Muertos, una festividad que combina el respeto ancestral por los difuntos con la alegría contemporánea de la vida. Es un recordatorio tangible de que en la filosofía mexica, la muerte no era el fin, sino un componente integral de la vida, una fase más en el ciclo eterno de la existencia.
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