Por Bruno Cortés
La Cámara de Diputados no es precisamente el lugar donde suele escucharse el dolor. Entre grillas, discursos y aplausos prefabricados, pocas veces el Congreso se convierte en un espacio donde la voz más importante es la de quienes lo han perdido todo. Pero esta vez fue distinto. En el foro “Personas desaparecidas: Lucha por la memoria y la justicia”, fueron las madres buscadoras quienes pusieron sobre la mesa lo que ningún político puede ignorar: la urgencia de una ley que no se haga entre escritorios, sino desde las entrañas del país.
Llegaron desde Michoacán, Jalisco, Sinaloa y Nayarit. No con escoltas ni comitivas, sino con palas, fotos, y la mirada firme de quienes se han convertido en investigadoras, peritas, psicólogas y hasta médicas forenses por necesidad. Porque cuando te desaparecen a un hijo o una hija, no hay protocolo que te ampare, no hay ministerio que te escuche. Y lo dijeron claro: si el Estado no quiere buscar, nosotras sí. Pero no nos ignoren.
Blanca Liliana Jaimes, del Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos en México, no se guardó nada. «La impunidad, la inacción, la no voluntad», dijo con voz temblorosa pero firme, son las constantes cuando una familia se acerca a pedir ayuda. Porque a veces, lo más difícil no es encontrar una fosa, sino romper el muro de indiferencia de los funcionarios.
La atención mediática, señalaron varias voceras, parece llegar por oleadas. Hoy es Teuchitlán, con el rancho lleno de restos humanos que escandalizó al país. Pero hace unos meses fue Tacámbaro, con una megafosa en «La Parotita», y antes los «Los negritos», entre Michoacán y Jalisco. En todos los casos, la historia se repite: son los colectivos quienes encuentran primero, y el gobierno quien llega después… si es que llega.
El diputado José Luis Sánchez González, del PT, recogió el guante y llamó a la movilización social. Dijo lo que muchos piensan pero pocos en su posición se atreven a decir: la desaparición de personas no es un accidente, es consecuencia de años de abandono, de gobiernos que pusieron la economía por encima de la gente, y de un modelo neoliberal que dejó a las víctimas a su suerte.
Propuso lo que llamó un “gran acuerdo nacional”, una especie de pacto para poner en el centro de la política mexicana a la justicia y la verdad. Pero no como lema de campaña, sino como política pública, como ley que se mantenga firme aunque cambie el partido en el poder.
Y ahí fue cuando la exigencia se volvió grito: si se va a hacer una ley nueva, tiene que construirse desde abajo. No desde los escritorios del Congreso, sino desde los campos de búsqueda, desde las casas vacías donde falta un hijo, desde la trinchera de las madres. Viridiana Gil, del Colectivo Desaparecidos Michoacán, lo dejó muy claro: “Del decir al hacer hay un abismo. Si no nos preguntan a nosotras, esa ley no sirve”.
Pidieron reunirse con la presidenta de la República. No para tomarse la foto, sino para generar compromisos reales. También exigieron protocolos para los niños que se quedan atrás, los hijos de personas desaparecidas que viven con sus abuelas, con tías, con vecinas. Esos que también están siendo olvidados.
Y al final, Irma Arellanes Hernández, de Tesoros Perdidos Hasta Encontrarlos, recordó algo que hiela la sangre: hablar, en su mundo, puede costar la vida. Muchas madres buscadoras han sido asesinadas por levantar la voz. Por eso su petición fue simple, pero poderosa: escuchen a los 95 colectivos que hoy existen en el país, porque si la ley no nace de su experiencia, solo será letra muerta.
Este foro no resolvió nada aún, pero encendió una chispa. Tal vez, solo tal vez, en medio de las promesas y los aplausos, alguien por fin esté empezando a escuchar. Mientras tanto, las madres seguirán buscando. Porque si ellas se detienen, nadie más lo hará.