El término «cultura de la cancelación» ha saltado de las esferas del entretenimiento y la cultura popular a los complicados escenarios de la política mexicana. Este fenómeno, que consiste en el acto colectivo de retirar el apoyo a figuras públicas o privadas que han realizado actos u opiniones considerados inapropiados, está remodelando el panorama político del país.
El fenómeno, aunque importado del contexto norteamericano, ha encontrado en México un terreno fértil. Desde figuras históricas como Hernán Cortés hasta políticos contemporáneos, nadie parece estar a salvo de ser «cancelado» en una sociedad cada vez más digitalizada y polarizada.
El caso de Cortés es emblemático. Cancelado retrospectivamente, su imagen y legado están en el punto de mira de los movimientos que buscan una revisión crítica de la historia. Por otro lado, la petición de una disculpa formal por parte del presidente Andrés Manuel López Obrador a España y al Vaticano por los agravios de la conquista ilustra cómo la «cancel culture» puede influir en la diplomacia y la memoria colectiva.
Sin embargo, este movimiento social no está exento de controversias. En el espectro político mexicano, se argumenta que la cultura de la cancelación puede llegar a reprimir la libre expresión y promover una homogeneización del pensamiento. Lo que se presenta como una reivindicación de la justicia y el respeto puede convertirse en un mecanismo de censura o en una forma de ajuste de cuentas político.
El miedo a la cancelación ha permeado el discurso político, llevando a los políticos y a la sociedad a meditar profundamente cada palabra y cada postura, conscientes de que un paso en falso podría significar una condena no solo política sino social.
Por otro lado, sus defensores argumentan que la «cancel culture» promueve la responsabilidad y la conciencia social, poniendo un freno a la impunidad verbal y a las acciones cuestionables. En teoría, sería un medio para que la sociedad exprese su descontento y ejerza una especie de justicia social instantánea.