CDMX a 14 de octubre, 2022.- El maíz es un elemento central en la cultura mexicana. No sólo es la materia prima para la producción de tortillas, además su cultivo y domesticación forman parte de su cultura e idiosincrasia desde hace miles de años.
Uno de los mitos fundacionales de la cultura Olmeca, la llamada cultura madre, está estrechamente relacionado con el dios del maíz y su cultivo. En la cosmovisión prehispánica el cultivo de este grano era una forma en la que se manifestaba el «renacer de la naturaleza», por lo cual se convirtió en una actividad fundamental para su desarrollo.
El conocimiento de miles de años, heredado de generación en generación, ha permitido a los campesinos mexicanos obtener las herramientas para transformar el teocintle (considerado ancestro del maíz) hasta en 62 variedades nativas, según datos del Servicio Nacional de Inspección y Certificación de Semillas de México. Algunos de ellas con propiedades tan impresionantes que han llamado la atención de empresas trasnacionales y universidades, quienes buscan estudiar sus características genéticas para replicarles y lograr su explotación industrial.
Sin embargo, lo que podría parecer un intercambio de conocimientos representa una nueva forma de extracción y explotación de recursos naturales, un fenómeno conocido como biopiratería, consistente en la toma de semillas nativas de un lugar (generalmente comunidades campesinas) para generar especies transgénicas y después patentarlas, sin que ello se retribuya de forma equitativa a los verdaderos creadores de estas semillas.
«Si una empresa o un grupo de académicos registra la semilla de una comunidad, se pueden adueñar de ella«, advirtió en entrevista para Sputnik Mercedes López, activista y directora de Vía Orgánica, una asociación civil que promovió en 2013 una demanda colectiva contra el uso de maíz transgénico en México, una práctica que, en la teoría jurídica, ya no es permisible en el país por un decreto presidencial de finales de 2020.
El modus operandi de los biopiratas
En conversación con Sputnik, Yolanda Massieu, doctora en Economía Agrícola por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), explica que el fenómeno de la biopiratería se presenta desde la Colonia, cuando los españoles llevaban a Europa semillas, plantas y animales nativos de América; sin embargo, con el avance de la tecnología, el problema se volvió «más agudo» con nuevas formas de operación que logran evadir las pocas regulaciones que existen en la materia.
Se colectan en países que somos biodiversos que generalmente somos tercermundistas, periféricos o en vías de desarrollo, como lo quieras llamar. No tenemos la tecnología necesaria para explotar eso», señala Massieu.
El caso del maíz otolón es sumamente ilustrativo. Se trata de una variedad que se cultiva principalmente en la sierra Mixe de Oaxaca, pero que también se encuentra en Chiapas. Su particularidad reside en que es capaz de absorber el nitrógeno del ambiente con lo cual no se requiere ningún tipo de fertilizante nitrogenado para su cultivo, incluso llegando a superar en tamaño a las especies que sí lo requieren.
Esta variedad llamó la atención de investigadores extranjeros desde 1979, pero no sería hasta 2018 cuando la Universidad de California UC Davis, con apoyo de Mars Incorporated (una enorme trasnacional productora de alimentos) anunció el «descubrimiento» de este tipo de maíz, resaltando que fueron capaces de conocer cómo realiza su función tan valuada.
Pero el «descubrimiento» causó mucha indignación cuando se conoció que los investigadores consiguieron la semilla y el «permiso» de las comunidades mixes para su uso a cambio de 100.000 dólares, una cifra muy por debajo del valor comercial del grano. Además, el acuerdo no incluiría un reconocimiento jurídico de los verdaderos creadores, por lo cual, de patentarse la semilla, ésta ya no sería de su propiedad y correrían el riesgo de ser demandados por violaciones a la propiedad intelectual.
Ese maíz ya había sido investigado en México, ya lo conocían y sabía de esa característica [de autofertilización], pero nunca se les había ocurrido llevarlo a una empresa para sacar ganancias porque estrictamente es de los mixes», señala Yolanda Massieu, quien precisa que, además, las semillas se suelen domesticar bajo el concepto de bien común, es decir, no como una actividad para generar ganancias sino para el beneficio colectivo.
Pero México no es el único país en acecho por su peculiar biodiversidad. En el libro “Semillas para el bienn común” editado por el Instituto de Biología de la UNAM se enlistan varios casos en América Latina en los que se logró la defensa de varias plantas nativas.
Entre los más destacados está el caso del empresario farmacéutico Loren Miller, quien, en 1986, patentó ante la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos (USPTO) el uso de la ayahuasca amazónica, tras varias visitas a Ecuador. La patente de su «descubrimiento» para atender enfermedades mentales fue revocado en 1999 tras comprobarse que la ayahuasca ya había sido estudiada por instituciones como la Universidad de Michigan, es decir, no era novedoso. En el litigio emprendido por la Organización de Indígenas de la Cuenca Amazónica no se mencionó como argumento el derecho de los pueblos conocedores de esta planta.
Un caso similar ocurrió con la maca, una raíz peruana con propiedades afrodisíacas. El Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual de Perú inició en 2002 una impugnación por los derechos exclusivos de la raíz luego de descubrir dos patentes registradas en EEUU. Los supuestos «inventores» reconocieron que extrajeron raíces secas del herbario del Museo de Historia Natural de Lima.
El caso llegó hasta la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, siendo el primer caso de biopiratería llevado ante dicho organismo, y obligó a Perú a crear la Comisión Nacional contra la Biopiratería, instituto que finalmente logró eliminar las patentes de la maca en 2019.
«Es una actitud voraz de despojo, de adueñarse de bienes comunes que han sido de libre intercambio y han sido heredados por miles de generaciones de ancestras y ancestros», denuncia Mercedes López, quien además acusa a las empresas que patentan las semillas de volver a las comunidades para vender las semillas transgénicas con el «paquete completo», es decir, el glifosato, un herbicida considerado cancerígeno.
Sin protección jurídica
La prohibición de transgénicos en México forma parte de un interés particular del Gobierno de Andrés Manuel López Obrador por defender al campo y que se ha traducido en la campaña «Sin maíz no hay país», una estrategia que, además busca lograr la autosuficiencia alimentaria.
No obstante, en la práctica, existen pocos mecanismos legales para proteger a los campesinos de la biopiratería. Uno de ellos es el Protocolo de Nagoya suscrito por México en 2014, y el cual sólo reconoce la soberanía «de los países sobre sus recursos genéticos» y la obligación de tener un «consentimiento fundamentado» para su explotación.
No hay protocolos de acceso, cada comunidad, cada pueblo, decide como puede. Normalmente, ya que se llevan esa planta, la colectan junto con el conocimiento que hay en esa comunidad, pero no hay un mecanismo para que haya un contrato en el que realmente se les compense por ser los dueños naturales de esa riqueza, porque muchas veces son ellos quienes logran mejorarla», asegura la doctora Yolanda Massieu.
Además del protocolo de Nagoya, México suscribe los convenios de la Unión Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales (UPOV), específicamente el acordado en 1978 (UPOV78) por este organismo fundado en 1961 y con más de 72 países suscritos.
El UPOV78 reconoce desde 1997 el derecho de las comunidades campesinas e indígenas de conservar sus semillas, un tema que, años antes de suscribirse el convenio, formó parte de la negociación de los temas de propiedad intelectual del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y que derivó en la creación de la Ley Federal de Variedades Vegetales (LFVV), en 1996.
Con la renegociación del TLCAN (hoy T-MEC) el tema de la propiedad intelectual de semillas y plantas volvió a la mesa, por lo que se propuso reformar la LFVV para suscribir a México al UPOV91, el cual permite las patentes de semillas nativas.
Si bien el alegato para impulsar la reforma es que se tengan garantías jurídicas sobre la propiedad intelectual de las variedades nativas, la activista Mercedes López advierte que «para hacer el registro sería imposible», pues muchas comunidades se enfrentarían a una burocracia que no conocen o no les interesa toda vez que sus semillas se consideran propiedad colectiva, sin fines de lucro.
Asimismo, esto no evitaría que, si una empresa registra la patente, después pueda demandar a las comunidades por su uso y explotación, aun cuando sean las creadoras de la semilla.
Por ello, actualmente, organizaciones como Vía Orgánica y la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad luchan para evitar la reforma al LFVV e impulsan la mejora de la Ley Federal para el Fomento y Protección del Maíces Nativos.