En la antigua Roma, los banquetes no eran meramente eventos sociales; eran espectáculos de poder y riqueza. Los romanos ricos se deleitaban con platos que hoy consideramos bizarros, como la lengua de flamenco o los talones de camello. En los festines, se podía encontrar un jabalí entero rodeado de figuras de lechones hechos de pasta de almendras, con tordos vivos escapando de su interior al ser cortado, solo para ser capturados y servidos como plato adicional. Esta extravagancia no solo era un símbolo de estatus sino también una forma de impresionar y mantener la lealtad de los invitados, como se describe en el «Satiricón» de Petronio, donde el banquete de Trimalción se convierte en una narrativa de exceso y entretenimiento.
El Imperio Romano no era el único en este arte del exceso. Durante la Edad Media, los banquetes se volvieron aún más teatrales con la introducción de los «entremets», que eran representaciones escénicas entre platos, como pavos reales reensamblados con sus plumas para parecer vivos. En el famoso «Banquete del faisán» de 1454 en Borgoña, el duque Felipe el Bueno juró una cruzada ante un faisán asado, mezclando política y gastronomía en un acto de gran simbolismo. Estos eventos eran tanto una forma de entretener como de demostrar poder, con fuentes de vino en lugar de agua y platos con animales vivos emergiendo de pasteles, sorprendiendo a los comensales.
Al llegar a la corte de Versalles en el siglo XVIII, los banquetes alcanzaron nuevas cimas de opulencia bajo el reinado de Luis XIV. Aquí, la cocina se convirtió en un escenario para la diplomacia y el poder político. Los platos eran obras maestras de arte culinario, con creaciones como el «Poularde de Bresse Trufée», donde la gallina se adornaba con trufas, simbolizando la riqueza y el refinamiento de la corte francesa. Los banquetes en Versalles no solo eran para alimentar; eran performances donde cada detalle, desde la vajilla hasta la disposición de los invitados, reflejaba la jerarquía y el control del rey sobre su corte.
La comida en estas cortes no era solo sobre sabor; era sobre espectáculo. En Roma, los cocineros griegos y orientales competían por crear platos que eran auténticas obras de arte, utilizando especias para enmascarar sabores originales y mezclando lo dulce con lo salado, una técnica que hoy nos parece extraña pero que reflejaba la influencia oriental en la cocina romana.
En Versalles, la comida tenía un papel político definitivo. Comer juntos era una forma de forjar alianzas, resolver disputas y mostrar el poder de la monarquía. La mesa era un lugar donde la política se hacía más accesible, donde se podía persuadir y manipular bajo el pretexto de la hospitalidad. Los banquetes eran tan elaborados que incluso el servicio de la comida tenía su propio protocolo, cada movimiento coreografiado para resaltar la majestuosidad del rey y su corte.
Las excentricidades culinarias de estas cortes reflejan una obsesión por el lujo y el control. En Roma, el uso de nieve para enfriar alimentos o crear sorbetes era un signo de riqueza, pues implicaba el transporte de nieve desde montañas lejanas. En Versalles, el uso de ingredientes exóticos mostraba el alcance global del imperio francés, con especias y productos de todo el mundo sobre la mesa del rey.
Estos banquetes eran, en esencia, un teatro de la política y el poder. Cada plato, cada presentación, tenía un propósito más allá de la mera alimentación. Eran narrativas visuales y gustativas de la influencia, la riqueza y el refinamiento de aquellos que los ofrecían. En un mundo donde las palabras podían ser manipuladas, la comida se convirtió en un lenguaje universal de poder.
Finalmente, estos festines extravagantes no solo definieron la cultura de sus épocas, sino que dejaron una herencia en la cocina moderna. Desde las recetas romanas hasta la etiqueta de la mesa en Versalles, el legado de estos banquetes es palpable en nuestra propia relación con la comida como símbolo de estatus, cultura y política.