Por Bruno Cortés / Imagen by Grok AI
La historia comienza en los vastos territorios selváticos de la Península de Yucatán, donde la tierra misma parece guardar secretos milenarios. En este escenario, el Ejército Mexicano, encargado de la monumental tarea de construir el Tren Maya, ha abierto más de una decena de minas a cielo abierto. La excusa: un «permiso provisional» que en teoría debería salvaguardar la naturaleza, pero que en la práctica es un documento sin fundamento legal.
Caminando por los senderos de la selva, uno puede sentir el pulso de la tierra, ahora herido por la maquinaria destructiva. Los expertos ambientales han alzado la voz, señalando que este permiso provisional es una anomalía en el marco legal mexicano. La Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente no contempla tal figura, lo que convierte cada explosión y cada pala de tierra removida en una violación flagrante al patrimonio natural.
La devastación se extiende por cientos de hectáreas, donde la selva, una vez vibrante y llena de vida, ahora muestra cicatrices de explotación. Los materiales pétreos, vitales para la construcción del tren, son extraídos sin la debida evaluación de impacto ambiental, ignorando los protocolos que deberían proteger estos ecosistemas frágiles. Las manifestaciones de Impacto Ambiental, el pasaporte necesario para tales intervenciones, nunca fueron presentadas a la Semarnat, dejando un vacío legal y ético en el corazón de la obra.
Las comunidades locales, guardianas de los secretos de la selva, sienten el desgarro de su hogar. Los cenotes, aquellos ojos de agua sagrados, han sido alterados; los animales, desplazados; y la biodiversidad, amenazada. La falta de transparencia y el uso de permisos «fantasma» han creado una relación de desconfianza entre los habitantes y los constructores del progreso.
En este juego de legalidades y sombras, la Semarnat se encuentra en el ojo del huracán. ¿Cómo pudo otorgar un permiso que legalmente no tiene fundamento? La respuesta se pierde en el laberinto burocrático, donde la urgencia del proyecto parece haber eclipsado la responsabilidad con el medio ambiente. La Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, encargada de velar por la naturaleza, se ve ahora como cómplice de esta destrucción.
Sin embargo, no todo está perdido. Las voces de científicos, activistas y ciudadanos comprometidos resuenan en la defensa de la selva. Denuncian, investigan y buscan justicia para un ambiente que no puede hablar por sí mismo. Se proponen acciones legales, se forman coaliciones, y se espera que la justicia ambiental llegue a estas tierras tan maltratadas.
Este relato de construcción y destrucción es un recordatorio de que el desarrollo no debe venir a costa de la naturaleza. Mientras el tren avanza, la selva retrocede, y con ella, una parte de nuestra humanidad que aún no hemos aprendido a valorar plenamente. La cuestión es: ¿cuándo se detendrá este tren y se escuchará el clamor de la tierra?