El 28 de octubre de 1986, después de varios días de viaje, el Peban, un vapor de bandera panameña, atracó finalmente en el puerto chileno de Valparaíso. Mientras se preparaba para diligenciar los papeles de aduana, la tripulación recibió la noticia de que se procedería con la incautación de una parte del cargamento.
El capitán, que estaba seguro de que todo lo que llevaba en su barco estaba en regla, preguntó cuál era la mercancía que iban a retener.
La respuesta oficial fue la que menos esperaba: «Los libros», específicamente, 15.000 ejemplares de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile», escrito por el ganador del premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez que habían sido enviados desde el puerto de Buenaventura, en Colombia.
Y que debían llegar a manos de Arturo Navarro, el representante de la editorial Oveja Negra -que publicaba los libros del Nobel en aquellos años- en Chile.
El libro narraba las peripecias que había que tenido que sortear el cineasta chileno Miguel Littín, quien vivía en el exilio desde el golpe de Estado que llevó a Augusto Pinochet al poder en 1973.
Littín había vuelto a Chile durante dos semanas en 1985 para filmar en la clandestinidad un documental sobre lo que estaba pasando en el país 12 años después de la irrupción militar.
Luego estrenaría el documental «Acta Central de Chile» en el Festival de Cine de Venecia del 86.
Pero el libro de García Márquez iba más allá: contaba sobre todo detalles que no aparecían en la cinta como por ejemplo el encuentro de Littín, quien se había hecho pasar por un empresario uruguayo, con el propio Pinochet en los pasillos del Palacio de la Moneda, donde el presidente de facto no lo reconoció.
«Yo me enteré de la incautación de los libros dos semanas después porque estaba fuera del país», recuerda Arturo Navarro tomándose un café bajo la nave central del Museo Nacional de la Memoria en el corazón de Santiago.
Navarro había regresado de un viaje por EE.UU. a visitar a su familia cuando se encontró con un mensaje de alerta en el contestador automático de su casa. Era de su agente aduanero y le describía una situación crítica: «Arturo, me dicen que los libros fueron quemados».
Para Navarro, el cargamento era fundamental: era el principal producto que esperaba exponer durante la feria del libro de Santiago, que se iba a celebrar pocas semanas después del incidente.
Él, que había sido empleado de la Editorial Nacional Quimantú (ampliamente perseguida por el régimen) y había visto a los militares ejercer la destrucción de libros en primera fila, también sabía que el régimen de Pinochet había flexibilizado sus políticas de censura.
En ese contexto, creyó que la incautación debía ser más un malentendido que un acto de represión y decidió viajar a Valparaíso para resolver el problema personalmente.
«El libro ya había sido publicado en capítulos en Chile por una revista (Análisis) meses antes», señala Navarro. «Sin embargo, lo que me preocupaba es que de acuerdo a la prensa, la incautación de los libros se debía al mal estado de los contenedores, que me parecía una disculpa inusual».
Los ejemplares habían quedado bajo el control de la jefatura de Zona en Estado de Emergencia, a cargo de militares.
Cuando Navarro se acercó al edificio castrense donde podría intentar rescatar los libros, percibió de inmediato la tensión que se sentía dentro del gobierno por esos días: un mes y medio antes, el 7 de septiembre, militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez habían estado muy cerca de acabar con la vida de Augusto Pinochet, en un feroz atentado cuando este regresaba a Santiago desde su residencia en el Cajón del Maipó, a unos 50 kilómetros de la capital.
El asalto había dejado cinco escoltas muertos y varios heridos.
«En el edificio logré hablar con un militar de rango medio al que le pedí que al menos me permitiera devolver los libros a Lima», señala. «Pero después de hacer un par de llamadas, finalmente me dijo ‘Navarro, no se preocupe, que los libros ya los quemamos'».
La versión en los medios se mantenía: contenedores en mal estado, lo que podría explicar la incautación, pero nunca la incineración.
Para Navarro era claro que la orden había venido de arriba y, aunque no tuviera pruebas, no se iba a quedar quieto hasta que la gente supiera que el régimen de Pinochet había mandado a quemar 15.000 volúmenes de nada menos que un premio Nobel.
«Yo sigo sosteniendo que esto fue un capricho de Pinochet: no quería ver un libro, mucho menos después del atentado, en el que básicamente describe cómo le habían metido los dedos en la boca», afirma Navarro.
La noticia lo dejó abatido y sin ejemplares para la feria.
Entonces convocó a ruedas de prensa para dar a conocer lo que había pasado, hizo la denuncia pertinente ante la Cámara Chilena del Libro y aunque dentro del país no hubo mucho eco, en el mundo sí publicaron la noticia.
Navarro guarda recortes de prensa de medios de Grecia, Holanda y Estados Unidos que hablan de los ejemplares calcinados.
Pero quedaba por saber qué era realmente lo que había pasado. «Yo de verdad no creía nada de lo que me habían dicho. Ni siquiera que los habían quemado».
Uno de sus colegas le recomendó que el mejor camino para obtener una respuesta del régimen era la vía diplomática, por lo que decidió acudir a la embajada de Colombia, país de donde originalmente habían salido los libros.
«Ahí conocí a Libardo Buitrago, el cónsul colombiano, quien se ofreció a ayudarme».
Poco después, gracias a la presión de un país extranjero, le llegó al cónsul un papel muy revelador, una carta fechada del 9 de enero de 1987, firmada por el vicealmirante John Howard Balaresque, en la que no solo se confirma la incineración de los libros sino también las razones: a los ejemplares de «La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile» se les impuso «una medida de censura previa» por considerar que el contenido «transgredía abiertamente las disposiciones constitucionales».
«Ese papel es el único documento oficial que existe en el que el régimen de Pinochet acepta que quemó libros y que lo hizo por censura. Algo imposible de obtener en esos tiempos», relata Navarro.
«Y ahora está acá, en el Museo de la Memoria».
El documento, con firma oficial, le sirvió a la editorial Oveja para poder cobrar el seguro por la pérdida, pero además implantó en la cabeza de Navarro una certeza que no lo abandonó nunca más: la cultura sería clave en el fin del régimen.
«Esta represión a los libros, a la cultura, se daría vuelta y terminaría siendo uno de los principales motivos por los que Pinochet saldría del poder. Porque fueron los cantantes, los artistas, los escritores quienes serían fundamentales en la campaña de votar No en el plebiscito de 1988 que acabaría con la dictadura», concluye.