A los 10 años, siendo una niña, empezó a ayudar a su madre a vender droga. Solo cuatro años después, ingresó en un cartel y aprendió a matar.
La historia de Susana* es una de tantas que demuestra que los tentáculos del narcotráfico en México se extienden también, y cada vez más, sobre quienes ni siquiera han cumplido la mayoría de edad.
Sin embargo, la falta de datos concisos -diferentes organizaciones y autoridades estiman que los niños y adolescentes con vínculos con el crimen organizado en México pueden oscilar entre los 35.000 y 460.000- hace que su realidad se torne casi invisible y pareciera que no existe.
Pero sus experiencias, algunas realmente estremecedoras, están ahí. Muchos son utilizados como carne de cañón y captados por los carteles porque saben que sus condenas, en caso de ser capturados, serán mucho menores.
La ONG Reinserta, que trabaja con jóvenes que entran en contacto con el sistema de justicia penal, escuchó decenas de estos duros relatos en centros de internamiento y arrojó luz sobre su realidad gracias a su reciente estudio «Niñas, niños y adolescentes reclutados por la delincuencia organizada».
La de Susana, ahora con 17 años, es una de esas historias de «niños del narco» y que BBC Mundo reproduce con autorización de Reinserta.
Nací en Monterrey, Nuevo León, en una familia estricta. Mi mamá siempre quiso lo mejor para mí y mis hermanos, por eso era muy dura con nosotros en cuestiones de educación y valores.
Ella tenía dos trabajos: en el primero era ayudante de cocina, trabajaba de siete de la mañana a siete de la noche. Después entraba a su segundo trabajo como bailarina en un bar, de ahí salía a las cuatro de la mañana. Estábamos solos mucho tiempo.
No sé mucho de mi papá biológico, solo sé que trabajaba para la delincuencia organizada y que lo mataron unas personas de un cartel contrario cuando yo tenía 3 años. Por eso mi mamá hizo una nueva familia, y mi padrastro fue el que me dio sus apellidos y me adoptó como hija.
Desde pequeña estuve en contacto con armas. Mi mamá tenía una pistola calibre 22 y un revólver 38, eso lo veíamos normal. Mi mamá y mi padrastro peleaban mucho, su relación ya no iba bien porque él se drogaba todo el tiempo y eso no le gustaba a mi mamá, por eso decidieron separarse.
Como mi mamá no nos podía cuidar, convivíamos casi todo el día con la niñera. A mi mamá no le alcanzaba el dinero, y cada vez nos veía menos, empezó a buscar una forma de conseguir algo extra.
Un hermano de ella le dijo que podía conseguir más dinero vendiendo droga. Así se fue metiendo en eso, vendía crack y cocaína. Como era buena vendiendo la contrataron los del cartel, primero los Zetas y luego los Sinaloas.
Yo era muy apegada a mi mamá, era muy cariñosa conmigo, siempre andaba diciendo que me iba a hacer mis 15 años. La admiraba, quería ser como ella, era muy fuerte en todas las cosas, salía adelante ella sola.
Pero, así como mi mamá, nosotros [mis hermanos y yo] también empezamos a meternos en el narcomenudeo. A los 10 años empezamos a vender droga para ayudarle con los gastos de la casa. Era el negocio familiar.
Cuando el cartel del Golfo se apoderó de la zona, mi mamá empezó a trabajar para ellos. Ahí la regó, porque a los del otro cartel no les gustó nada que ella se haya ido con el enemigo, por eso dieron la orden de asesinarla.
A mi mamá la mató un sicario, le dio tres disparos. Yo tenía 12 años cuando me quedé huérfana, había perdido a la persona más importante en mi vida: mi madre.
A partir de ese día, cada uno de mis hermanos tomó caminos diferentes. Yo me quedé en la casa de mi mamá y empecé a consumir drogas, fumaba marihuana, me metía píldoras, cocaína… Poco a poco me fui haciendo adicta a ellas, yo era una niña, no sabía cómo salir adelante, era cobarde con la vida, no sabía cómo enfrentarla.
A los 14 años conocí a un hombre que se volvió mi novio, él era mucho más grande que yo, fue quien me envició con drogas más fuertes como el tolueno [una sustancia inhalante que tiene efectos narcóticos y alucinógenos] y el crack. Empecé a drogarme diario.
El mundo en el que me sumergí me envolvió, mis nuevos amigos me enseñaron a robar tiendas de autoservicio y autos. Poco a poco me empecé a volver famosa porque era «muy temeraria», asaltaba y robaba sola.
Hasta que un día llegó un muchacho que me dijo que era del cartel del Noroeste, me enseñó fotos donde yo estaba robando y me dijeron: «¿Qué onda, te metes a jalar o te doy cuello?». Tenía 14 años, no tuve de otra. «Dame armas, droga, carros, yo le entro».
Al poco tiempo de entrar al cartel me detuvieron y me acusaron de delitos contra la salud, pero solo estuve internada un mes. Cuando salí lo tenía muy claro: no quería vender droga, yo quería matar gente. El cartel tiene diferentes áreas: venta de droga, secuestro o extorsión, trata de personas y sicariato. Ese era el grupo al que quería entrar.
Para eso tenía que pasar varias pruebas. La primera fue asesinar a un hombre afuera de un bar. Me dieron un arma calibre 40 color negro, sabía cómo se utilizaban las armas por lo que veía en las películas, pero en realidad nunca había disparado una. Eso no me detuvo: sabía que tenía que realizar el encargo porque de eso dependía mi vida y la posibilidad de trabajar para el cartel.
Le disparé cuatro veces. Salí corriendo, con la adrenalina a tope. Me gustó, quería más, se me hizo una adicción. Finalmente había encontrado algo me hacía sentir mejor que la droga: asesinar.