En medio del calor yucateco y la humedad que hace sudar hasta las piedras, Chichén Itzá se alza como uno de los cerebros cósmicos más brillantes de Mesoamérica. No solo es Patrimonio de la Humanidad y destino favorito de miles de turistas con sombrero de paja; también es evidencia viva de que hace más de mil años, los mayas sabían lo que hacían con la luz, la sombra y los dioses. De verdad, no hay algoritmo moderno que le gane a Kukulkán descendiendo puntual cada equinoccio por las escaleras de “El Castillo”.
La cosa es seria: el Códice de Dresde, una joya de papel amate que sobrevive contra todo pronóstico, contiene cálculos astronómicos que harían temblar a cualquier matemático. Aunque no menciona a Chichén con nombre y apellido, sus símbolos son tan familiares que uno pensaría que fue redactado desde un Starbucks en la plaza central de la ciudad. Y si no fuera suficiente, el Chilam Balam de Chumayel cuenta leyendas tan crudas como Netflix: generales lanzados al cenote, profecías climáticas y cambios de poder que harían palidecer a cualquier transición presidencial moderna.
En el Olimpo local, el dios estrella era Kukulkán, la Serpiente Emplumada que tiene más presencia que cualquier influencer de Instagram. Chaac, el dios de la lluvia, era el otro rockstar: le ofrecían sacrificios humanos en el Cenote Sagrado (sí, con todo y huesos), porque si no llovía, no había maíz, y sin maíz, no había tacos ni civilización. También estaban Itzamná, Ixchel y hasta Tláloc, que se coló desde el altiplano como cuate tolteca con influencias.

Pero no todo era fe y machete. Chichén Itzá tenía tecnología de primer mundo (del siglo X). El observatorio «El Caracol» seguía el ciclo de Venus y otros eventos astrales. Las plazas estaban diseñadas para amplificar sonidos —un aplauso en el Juego de Pelota retumbaba como si estuvieras en el Auditorio Nacional—, y los mayas supieron cómo aprovechar el agua subterránea de los cenotes en un lugar donde los ríos son un mito.
¿Y qué comían? Maíz, frijol, calabaza… sí, lo mismo que hoy, pero sin procesar. Le echaban chile, achiote, cocían en horno bajo tierra (pibíl) y sabían lo que era comer bien antes de que existieran los nutriólogos. Tenían miel, pescado, guajolotes, y por si fuera poco, también domesticaban perros para cenar. Crudo, pero cierto. Hasta los dioses recibían ofrendas de maíz molido en metates ceremoniales.
Arquitectónicamente hablando, Chichén era una mezcla de fusión cultural avant-garde. Columnas toltecas, mascarones mayas, pirámides con sombras mágicas y un sistema urbano que giraba en torno al culto del agua y el cielo. Todo alineado, todo calculado. Nada de “vamos viendo”. Aquí, cada piedra sabía su lugar.

Y para rematar, la flora y fauna no decepcionan: jaguares, monos, pumas, cocodrilos en los cenotes y hasta murciélagos en la cueva de Balankanché. La selva baja subcaducifolia no solo da sombra; es un museo viviente de la biodiversidad que estos mayas supieron integrar a su cosmovisión. Nada de “desarrollo a costa del ambiente”: aquí se vivía con la ceiba como wifi espiritual entre el cielo, la tierra y el inframundo.

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